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El verdadero costo de la Franja y la Ruta

El verdadero costo de la Franja y la Ruta
Puerto de Ningbo-Zhoushan, en la provincia de Zhejiang, es uno de los puertos de aguas profundas más importantes de China. Cortesía Cosco Shipping Ports

China ha decidido que no le basta con resistir la guerra comercial de Estados Unidos. Frente a los aranceles cambiantes y al estilo personalista de Donald Trump, Xi Jinping ha optado por una respuesta estructural: rediseñar los flujos del comercio mundial y, con ellos, el equilibrio del poder global.

La Iniciativa de la Franja y la Ruta se ha convertido en el eje de esa apuesta. No es solo un plan de infraestructura, sino también un instrumento diplomático y un proyecto ideológico que busca instalar un nuevo orden en el que Pekín sea el referente obligado.

El diagnóstico de Xi es ahora abiertamente pesimista. En un cónclave del Partido Comunista celebrado en octubre de este año, advirtió que garantizar el desarrollo y la seguridad del país será cada vez más difícil por el aumento de la incertidumbre y de los factores imprevistos. La tregua alcanzada con Trump en Corea del Sur apenas reduce la tensión.

El clima político en Washington puede cambiar con cada elección, pero la desconfianza estructural hacia China parece haber llegado para quedarse. Ante ese escenario, Pekín busca reducir su exposición al mercado estadounidense y construir una red de dependencias en el llamado sur global, donde se ubican bloques como el Mercosur y buena parte de América Latina.

Desde 2013, la Franja y la Ruta ha sido el principal vehículo para esa expansión. China financia y ejecuta obras estratégicas en más de 130 países: puertos, ferrocarriles, centrales eléctricas, autopistas, corredores logísticos. El discurso oficial habla de desarrollo compartido e integración comercial. El objetivo real es más ambicioso: amarrar esas economías a sus proveedores, créditos y estándares, de modo que Pekín se vuelva un socio indispensable y pueda ejercer, llegado el momento, presión económica y política. No es casual que la mayoría de los países receptores sean pobres o de renta media, con grandes brechas de infraestructura y pocas alternativas de financiamiento.

Durante un tiempo, las críticas por sobreendeudamiento, falta de transparencia y daños ambientales dieron la impresión de que el proyecto se desaceleraba. China ajustó el ritmo de los préstamos y la pandemia detuvo muchas obras. Sin embargo, desde 2023 la iniciativa regresó con fuerza. El monto de inversiones y contratos alcanzó niveles récord, al tiempo que el comercio con el sur global crecía de forma acelerada. Mientras la participación de Estados Unidos en las exportaciones chinas se reduce, los países de Asia sudoriental, África y el Mercosur absorben una proporción creciente de bienes chinos y sostienen más de la mitad del superávit comercial de Pekín.

La Franja y la Ruta no solo abre mercados. También facilita esquemas que permiten evitar los aranceles estadounidenses. Fábricas instaladas o financiadas por empresas chinas en terceros países importan insumos desde China, ensamblan los productos y luego los exportan como si fueran originarios del territorio anfitrión. Es una reconfiguración silenciosa de las cadenas de valor que hace menos visible la etiqueta “Hecho en China”, aunque el corazón productivo siga estando en el mismo lugar.

Casos como el de la mina de cobre en Donoso —presentada ante la opinión pública como un activo de una firma canadiense, pero con participación determinante de Jiangxi Copper— ilustran esa lógica de triangulación y opacidad societaria que complica la rendición de cuentas.

Pekín intenta vestir todo esto con un discurso de modernización verde. En 2021, Xi prometió reducir los megaproyectos de cemento y promover un enfoque que definió como “pequeño pero hermoso”, centrado en energías limpias, salud y telecomunicaciones, y sin nuevas inversiones en carbón en el exterior. Es cierto que han aumentado los proyectos solares, eólicos y de valorización de residuos. Pero las cifras muestran otra cara: los combustibles fósiles siguen dominando el valor de los contratos, con acuerdos colosales para instalaciones petroleras y gasíferas en Nigeria y proyectos vinculados al cobre y al aluminio en Kazajistán.

La pregunta clave, también para América Latina, es si la Franja y la Ruta representa un camino hacia un desarrollo más equilibrado o simplemente una nueva versión de la dependencia, ahora con acento mandarín. Algunos países debaten su permanencia o su alejamiento gradual de la iniciativa mientras buscan encauzar la relación a través de acuerdos comerciales convencionales. Detrás de esas decisiones hay una inquietud compartida: cuánto margen real tienen para negociar con un socio que concentra el crédito, controla las cadenas de suministro y condiciona el acceso a su enorme mercado interno.

Para muchos gobiernos autoritarios o instituciones débiles, China Popular aparece como la única ventanilla abierta cuando los organismos tradicionales elevan sus exigencias democráticas. Pero esa ventanilla viene acompañada de intereses estratégicos, expectativas de alineamiento internacional y una asimetría de poder que crece con cada contrato firmado. Lo que está en juego no es solo quién financia una obra, sino quién termina definiendo las reglas del futuro.

Si en la primera parte el foco se centraba en las carreteras, los puertos y los corredores logísticos, en esta segunda se hace visible el núcleo político de la Iniciativa de la Franja y la Ruta. Lo que comenzó como un ambicioso plan de obra pública se ha transformado en una red de influencias que atraviesa parlamentos, cancillerías y organismos multilaterales.

Xi Jinping sabe que el cemento y el acero son solo el primer paso. La verdadera ganancia se mide en votos alineados en el Consejo de Seguridad de la ONU, en posiciones moderadas frente a Pekín y en silencios calculados cuando sus intereses están en juego.

Desde 2013, la Franja y la Ruta ha canalizado más de un billón trescientos mil millones de dólares en inversiones y contratos en ciento cincuenta países. No sorprende que muchos gobiernos de Asia, África y el Mercosur miren hacia Pekín cuando necesitan financiar una carretera, un puerto o una central eléctrica. Pero ese flujo masivo de capital tiene una contrapartida política clara. Cerca de setenta países han adoptado en foros internacionales el lenguaje promovido por China que llama a hacer “todos los esfuerzos” para lograr la unificación con Taiwán.

Detrás de esa fórmula se encuentra la aceptación tácita de que la opción militar es una posibilidad legítima. Que la mayoría de esos Estados formen parte de la Franja y la Ruta, y que en países como Panamá haya incomodidad oficial cuando algunos diputados independientes visitan el Parlamento de Taipéi mientras se blindan intereses de empresas chinas en proyectos mineros de tierras raras sensibles, difícilmente puede leerse como pura coincidencia.

El otro gran vector de influencia es la deuda. Durante la década pasada, China prestó con generosidad para proyectos vinculados a la Franja y la Ruta. Hoy muchos de esos créditos entran en fases de pago exigentes. El Lowy Institute ha señalado que China ha pasado de ser un proveedor neto de capital a convertirse en un drenaje financiero para varios presupuestos nacionales, porque el interés de la deuda supera ampliamente los nuevos desembolsos.

En algunos países, el peso de estos compromisos se suma a problemas fiscales preexistentes y alimenta la narrativa de una “trampa de deuda” que reduce el margen para decidir con autonomía sobre activos estratégicos, como está pasando actualmente en Panamá.

A la presión financiera se suma el desequilibrio comercial. Los déficits con China crecen y, con ellos, el malestar. En el sudeste asiático y en África aumentan las quejas por la avalancha de productos chinos baratos, la destrucción de industrias locales nacientes y la sensación de que el prometido beneficio mutuo se inclina en la práctica hacia un doble triunfo de Pekín, que actúa a la vez como banquero y proveedor dominante. En América Latina, donde la región ha sido históricamente proveedora de materias primas y compradora de manufacturas, el riesgo de repetir el patrón con un nuevo centro de gravedad es evidente.

Pese a estas señales de alarma, muchos gobiernos —con dirigentes políticos miembros de las cámaras de comercio de sus países— siguen viendo a China como un socio inevitable. Las alternativas occidentales suelen estar atadas a tiempos largos, exigencias democráticas más estrictas y montos menores. Para élites acostumbradas a baja rendición de cuentas, la narrativa china de un nuevo paradigma de gobernanza sin condicionamientos políticos suena cómoda.

En países con prácticas clientelistas arraigadas, las redes de contratos y favores encajan con facilidad con los intereses de grandes corporaciones estatales extranjeras, chinas entre ellas. A menudo, las sospechas de comisiones en bitcoins y beneficios personales orbitan alrededor de estos proyectos, lo que agrava la desconfianza ciudadana.

La pregunta de fondo es cuánto margen real tienen los países receptores. Pueden intentar usar la Franja y la Ruta como palanca para diversificar socios, fortalecer capacidades locales y defender su soberanía económica. O pueden quedar atrapados en una relación de dependencia difícil de revertir, en la que el temor a perder financiamiento o acceso al mercado chino limite su capacidad de decisión. La combinación de urgencias fiscales, debilidad institucional y liderazgos de vocación mesiánica suele inclinar la balanza hacia la segunda opción.

Mientras tanto, Estados Unidos y Europa reaccionan tarde y de forma dispersa. Iniciativas como el Global Gateway europeo o los planes de infraestructura impulsados desde Washington aún están lejos de igualar la escala y la velocidad de ejecución chinas. El terreno perdido no es solo económico, también simbólico. En muchas capitales del sur global, la imagen que se consolida es la de un Occidente que promete y posterga, frente a una China que llega con planos, maquinaria y desembolsos visibles, aunque a un costo político elevado.

La Franja y la Ruta es, al mismo tiempo, síntoma y motor del cambio de era. En un contexto de desgaste del discurso neoliberal y de fatiga con las recetas tradicionales, Pekín ofrece un paquete que combina obras, crédito y respaldo político que muchos consideran aceptable, pese a los riesgos.

Aceptarlo sin reservas equivale a cambiar una dependencia por otra, más compleja y menos evidente. La verdadera disputa no se libra solo en los aranceles estadounidenses, sino en los contratos, las minas de cobre, los puertos y los intereses de deuda que definirán quién tendrá la última palabra en este siglo.

El autor es médico sub especialista.


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