La conversación sobre IA y trabajo suele centrarse en cuántos puestos se pierden o se crean. Según el Foro Económico Mundial, entre 2025 y 2030 se crearán 170 millones de empleos y se perderán 92 millones. Pero lo relevante es qué empleos crecen. El crecimiento se concentra en tecnología y economía verde, mientras que los roles administrativos decaen. En lugar de alarmarse con los números, las universidades tienen la oportunidad —y la obligación— de preguntarse dónde se generará valor y preparar talento para esos sectores. Esto implica entender que no basta con saturar las aulas de cursos genéricos de IA; hay que discernir qué tecnologías son relevantes para cada contexto productivo, qué competencias se requieren y cómo se entrelazan con las necesidades locales.
La Organización Internacional del Trabajo recuerda que la discusión no debe limitarse a cifras: hay que fijarse en la calidad del empleo. La IA reorganiza tareas más que destruye puestos y da lugar a sistemas de “gestión algorítmica” que contratan y evalúan. Si estas herramientas se usan sin ética ni diálogo, agravan desigualdades. Por ello, los programas de estudio deben enseñar a comprender y cuestionar la tecnología, y formar ciudadanos capaces de asegurar que la automatización mejore la vida laboral. Paradójicamente, cuanto más avanza la automatización, más valor adquieren la empatía y la creatividad.
Mi trabajo con universidades en cuatro países diferentes —en transformación digital y uso de IA, tanto en la enseñanza como en la toma de decisiones— confirma una paradoja: se pregonan habilidades blandas e IA mientras muchos docentes apenas dominan lo básico. En algunos campus, los docentes temen realizar evaluaciones con herramientas intuitivas y los alumnos superan a sus profesores en alfabetización digital. UNESCO recuerda que las competencias digitales son esenciales para estudiar y trabajar, y que la formación docente en tecnología es prioritaria. Sin profesores competentes no hay innovación educativa. Sin un esfuerzo deliberado por actualizarlos, la velocidad del cambio tecnológico los dejará atrás.
Reformar la educación superior exige mapear los sectores de alto valor —datos, ciberseguridad, economía verde, salud, educación y logística— y actualizar la oferta. El WEF señala que el pensamiento analítico, la resiliencia y el liderazgo son las competencias más solicitadas; la alfabetización tecnológica, la creatividad y el aprendizaje continuo las complementan. Estos hallazgos deben traducirse en currículos modulares e híbridos que combinen fundamentos y microcredenciales, y que ofrezcan prácticas profesionales. Universidades y empresas deben colaborar para evitar diseñar carreras para un mercado extinto.
La segunda acción es colocar las competencias digitales docentes como requisito. No basta manejar ChatGPT, conocer Genially o utilizar alguna aplicación especializada en la asignatura: hay que diseñar clases híbridas, rediseñar la evaluación, personalizar con IA y monitorear —a través de datos— las decisiones tomadas en el aula. Muchas instituciones invierten en laboratorios, pero descuidan a sus profesores. La brecha digital persiste: en los países ricos usa internet el 93% de la población; en los pobres, solo el 27%. Esto explica el menor impacto de la IA. Sin conectividad y capacitación seguiremos formando profesionales para un mundo que ya cambió. Desde nuestra experiencia, el cambio es de mentalidad: administrativo, de liderazgo, de enseñanza y de aprendizaje. Cuando los equipos se actualizan y utilizan tecnologías con sentido, la dinámica de clase se transforma: el aula se convierte en un laboratorio de creación y las decisiones nos acercan a resultados cada vez mejores. Cuando no, la brecha se ahonda y desmotiva a los estudiantes.
La IA no es un destino; es una herramienta. La OIT señala que su aprovechamiento exige combinar protección social, capacitación y buena gobernanza. Si las universidades se centran en la calidad del empleo y en los sectores de valor, y reconocen que la transformación empieza por sus docentes, podrán liderar una transición justa. De lo contrario, graduarán profesionales para puestos que no existirán y perpetuarán empleos sin sentido. El desafío está en nuestras aulas y depende de nuestra capacidad para mirar más allá de los titulares.
La autora es especialista en innovación educativa y transformación institucional- CEO de SénecaLab.


