El país atraviesa un momento de desconcierto político. Todas las declaraciones del presidente José Raúl Mulino dejan una sensación amarga: la de un liderazgo que, en lugar de ofrecer serenidad y dirección, opta por la confrontación y el autoritarismo. Sus palabras, lejos de inspirar confianza o marcar una ruta clara, confirman la percepción de que su gobierno privilegia el impulso y el cálculo político sobre el diálogo y la sensatez.
El último ejemplo fue lo que dijo el presidente este 3 de noviembre, frente a un templo religioso: “Mi mensaje el 2 de enero en la Asamblea de Diputados llevará ese componente (construir en unidad). Déjemelo hasta el 2 de enero ahí en reserva, porque va a ser quizás el plato fuerte de mi mensaje a la nación el 2 de enero. Con mucho amor patrio y con mucha buena fe, para que todo el país lo entienda y ojalá lo acate”.
Al momento de redactar este artículo, el último dato oficial publicado por la Contraloría General de la República indica que el índice de desempleo se mantiene en 9.5%. Según los datos que maneja el expresidente Ricardo Martinelli, la cifra sería de 13%, más alta que la que dejó la administración de Laurentino Cortizo.¿Significa esto que el pueblo debe esperar hasta enero para conocer qué hará el gobierno? ¿Dónde están las propuestas de alivio para que las empresas dinamicen la economía? ¿O acaso se prefiere que las cosas se compliquen más para preparar el terreno de otro “plato fuerte”?
El tema minero, inevitablemente, será ese plato fuerte. Mulino parece dispuesto a dar órdenes que espera sean acatadas sin discusión, y aunque es válido debatir que abrir la mina podría evitar el pago de tres presupuestos anuales en arbitrajes internacionales —donde Panamá podría ser condenada—, lo preocupante es el tono: más que convicción, transmite impaciencia y desafío.El problema es que su estrategia no parece orientada a resolver el conflicto con visión de Estado, sino a imponer una decisión política por encima del consenso.
Lo que inquieta no es solo el contenido de sus declaraciones, sino el contraste entre el hombre que se muestra humilde y reflexivo a la salida de un Tedeum y el que se exhibe altivo y agresivo desde el podio presidencial. Desde espacios similares, Mulino habla de reconciliación y unidad; pero frente a los micrófonos, se convierte en un caudillo que descalifica, se impone y desdeña toda crítica. Esa dualidad mina su credibilidad y, sobre todo, erosiona la confianza ciudadana en las instituciones.
En democracia, la legitimidad no se agota en las urnas. Votar cada cinco años no basta para garantizar un país más justo ni un Estado más eficiente. La democracia verdadera se construye todos los días, con transparencia, respeto al disenso y apertura al diálogo. Gobernar no se trata solo de ejercer autoridad, sino de hacerlo con humildad, entendiendo que el poder no otorga la razón, sino la responsabilidad de escuchar.
Panamá necesita reformas profundas, y para ello la voluntad presidencial es decisiva. Las notarías, por ejemplo, siguen siendo símbolo de privilegio político. ¿Dónde está el proyecto del Ejecutivo para acabar con eso de una buena vez? El sistema educativo continúa atrapado en el pasado, sin una visión moderna que prepare a las nuevas generaciones para un mundo competitivo. (¿La nueva estrategia? Entrar a la OCDE para que no nos señalen).
La salud pública agoniza entre hospitales colapsados y falta de insumos; la deuda pública sigue subiendo. Si es necesario elevar impuestos, que se discuta, que se logre consenso y se evalúe, por ejemplo, aumentar el ITBMS. Pero basta de falsas ilusiones y de endeudar al país para mantener desfiles de camionetas oficiales y proyectos sin sentido.
A eso se suma la falta de iniciativa del Ejecutivo para impulsar los cambios que sí están a su alcance. Hay propuestas que podrían elaborarse fácilmente desde la Presidencia: reformas administrativas, proyectos de modernización, mejoras en la gestión pública, pero no se hacen. En lugar de liderar, el gobierno se escuda en que “eso le toca al Legislativo”, como si gobernar fuera limitarse a esperar. Ahora resulta que debemos esperar el discurso de enero para “acatarlo”. Esa actitud revela una peligrosa renuncia al liderazgo: un Ejecutivo que no propone, no transforma.
La ciudadanía está cansada de los discursos grandilocuentes que terminan en nada. Lo que se espera del presidente no es un despliegue de autoridad, sino una muestra de madurez política. La fuerza no está en hablar más alto ni en desafiar a los adversarios, sino en inspirar confianza, construir puentes y hacer política con visión de país.
Si Mulino realmente quiere dejar huella, debe comprender que la historia no recordará sus arengas, sino sus decisiones. Incluso la gente olvidará la singular forma en que llegó al poder, si logra decidir bien. Porque el liderazgo no se ejerce desde el ego, sino desde la empatía.La democracia verdadera, la que trasciende las urnas, se mide por la capacidad de transformar la vida de la gente, no por los aplausos en un acto público.
Mandar no es lo mismo que gobernar. Mandar es imponer; gobernar es convencer. Mandar exige obediencia; gobernar demanda respeto. Un país no se construye a gritos ni con amenazas, sino con propósito, diálogo y visión.Aún hay tiempo para rectificar, pero eso implica abandonar el tono del caudillo y asumir el papel del estadista. La democracia no se predica: se ejerce.
El autor es ingeniero, internacionalista y abogado.


