En el debate político estadounidense se ha vuelto común un recurso tan simplista como dañino: afirmar que los votantes del flamante alcalde electo de Nueva York, el socialista democrático Zohran Kwame Mamdani —uno de los referentes progresistas más visibles de Estados Unidos— aspiran a replicar los regímenes autoritarios de Venezuela, Cuba o Nicaragua. Esta caricatura no constituye análisis; es propaganda. Y, como toda propaganda, busca suplantar la complejidad con el miedo.
La tradición a la que pertenece Mamdani no es la del autoritarismo latinoamericano, sino la del reformismo democrático estadounidense, la misma que definió a Franklin D. Roosevelt, Harry Truman y Lyndon B. Johnson. En 1937, FDR estableció el principio moral de esta tendencia al afirmar:
“La prueba de nuestro progreso no es si añadimos más a la abundancia de quienes ya tienen mucho, sino si proporcionamos lo suficiente para quienes tienen demasiado poco”.
Ese criterio —el bienestar de los más vulnerables como medida de justicia— está en el corazón de las propuestas que hoy defienden los sectores progresistas estadounidenses.
En 1952, Harry Truman denunció el uso distorsionado del término “socialismo” para atacar cualquier avance social:
“Socialismo es como llamaban al poder público. Socialismo es como llamaban a la seguridad social. Socialismo es como llamaban al crecimiento de sindicatos libres e independientes. Socialismo es el nombre que dan a casi cualquier cosa que ayude a todo el pueblo”.
Nada más vigente. Lo que ayer se tildaba de “socialista” para impedir el progreso —desde la electrificación pública hasta la protección laboral— hoy se etiqueta de la misma manera para atacar propuestas de vivienda justa, transporte asequible, justicia racial o tributación progresiva.
Resulta revelador que incluso figuras conservadoras aprecien el mérito de algunas ideas de Mamdani. El viernes 21 de noviembre, tras una reunión en la Casa Blanca, Donald Trump declaró que coincide con Mamdani “mucho más de lo que habría imaginado” después de una “gran reunión”, elogiando su claridad sobre los desafíos urbanos. Ese reconocimiento inesperado subraya una verdad elemental: el programa de Mamdani se ubica firmemente dentro de la tradición democrática estadounidense, no en el extremismo autoritario.
Sus votantes —jóvenes precarizados, trabajadores urbanos, inmigrantes, familias sobreendeudadas— no desean un Estado totalitario; buscan un Estado más justo, más transparente y más eficiente. Presentarlos como nostálgicos del chavismo o del castrismo es un acto de mala fe intelectual que evita examinar los problemas reales: desigualdad, especulación inmobiliaria, salarios estancados y servicios públicos deteriorados.
Este patrón se repite en Panamá, donde cualquier propuesta inspirada en la justicia social o el fortalecimiento institucional suele ser descartada mediante la misma táctica: “Eso nos llevará a Venezuela”. Esta reacción automática ha impedido el surgimiento de una alternativa política seria basada en la socialdemocracia moderna —precisamente el modelo que ha permitido a países como Costa Rica, Uruguay, Portugal, Dinamarca o Suecia construir sociedades más equitativas y prósperas—.
Panamá carece de una fuerza política que articule de forma explícita los principios del reformismo democrático: fortalecimiento institucional, transparencia, derechos sociales universales, fiscalidad progresiva, lucha contra la corrupción y planificación estratégica. Cada intento de avanzar en estas direcciones es neutralizado por una etiqueta vacía, repetida mecánicamente para cerrar la discusión.
La lección es clara: sin rigor, sin proporcionalidad y sin honestidad analítica, el debate democrático se degrada. Nueva York puede absorber el ruido sin colapsar. Panamá, con instituciones frágiles y desigualdades profundas, no tanto.
Roosevelt y Truman, así como los mejores líderes históricos que hemos tenido, nos recordaron que el progreso se mide por la capacidad de ayudar a quienes más lo necesitan y por la voluntad de defender políticas que beneficien al conjunto del pueblo. Ese estándar —no el miedo ni la propaganda— debe guiar la conversación pública, tanto en Estados Unidos como en Panamá.
El autor es médico salubrista.

