Según un reciente reporte de Unicef, casi el 80% de los niños y niñas afrodescendientes en Panamá no vive en condición de pobreza.
No escribo con sarcasmo. Negro soy y panameño. Escribo con los pies en la tierra.
Las estadísticas son claras. Sin desestimar el énfasis del informe —que señala que el 22% de los niños afro sufre carencias importantes—, cerca del 80% de nuestros pequeños de piel oscura se acuesta cada noche con sus necesidades básicas cubiertas. Esto contrasta con el 46% en Brasil, el 63% en Colombia y apenas el 54% en el muy democrático e igualitario Uruguay.
La desigualdad en Panamá es abismal, pero si hacemos un sencillo cambio de enfoque, notaremos que nuestra niñez afrodescendiente tiene la menor probabilidad de ser pobre entre sus pares negros de América Latina. A nivel nacional, las comparaciones resultan irónicas: doce puntos porcentuales por debajo de la media. Un niño indígena tiene ocho veces más probabilidades de ser pobre que su compatriota afro panameño.
¿Por qué, entonces, asociamos automáticamente el ser negro con la pobreza? Esta es mi teoría: la tergiversación de la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos tras la muerte de Martin Luther King y el reemplazo, en universidades élite de ese país, de los principios de la democracia liberal por la política de identidades.
Tras la muerte de King, el discurso cambió. Ya no se trataba de luchar por los derechos de los seres humanos, sino de asegurar cuotas de poder para los “negros”. Las universidades añadieron eufemismos a la narrativa y los organismos internacionales recomendaron políticas públicas para los “marginados”.
Los medios aprendieron a enfocarse en los “menos favorecidos”. La industria cultural, por su parte, fue construyendo una identidad “negra/marginal” basada en gorras al revés, cadenas y otros símbolos que, pese a su masificación, no eliminan la tendencia humana a categorizar, creando barreras mentales. Conozco a alguien que no busca mejores empleos porque teme no ser contratado por su estética del “ghetto”.
Esa realidad invisibiliza al 80% de los niños negros panameños, en nombre de quienes escribo. He tenido que novelizar mi propia experiencia porque, en nuestra literatura nacional, prácticamente no existo.
Nací en el Hospital Gorgas, a inicios de los años setenta. Mi padre, educado en el extranjero, me llevó a casa en su automóvil cuando tener vehículo aún era un lujo. Su salario, ajustado a la inflación, rondaría hoy los $5,000 mensuales. La vivienda era propia y de dos pisos, cuando tres cuartas partes de los capitalinos alquilaban. ¿Éramos clase alta? Ni de cerca. Panamá siempre ha sido desigual.
¿Digo que los niños negros no tienen problemas o que aquí no hay racismo? De ninguna manera.
Ser negro y pobre en Panamá es una realidad dura, como me contó Xiomara, una excompañera de primaria. Una vez fue llamada “mona harapienta” por una vecina “blanquita”. Vivía Xiomara en un mundo distinto: un caserón insalubre de madera, a pocos metros del mío.
¿Tuve yo mejor suerte? La niña que la insultó era amiga de mi hermana. Jugaban con sus Barbies; nosotros con nuestras consolas Atari 2600. A Xiomara no la invitaron a una fiesta infantil con payasos y un gaitero escocés.
Ella no sabía, sin embargo, que yo también cargaba restricciones sociales invisibles, pese a mis juguetes y a un viaje a Disney, privilegios que admiraba.
El racismo no se vence solo transfiriendo bienes al “marginado”. Es una enfermedad moral que se cura en el espíritu.
El autor es ciudadano panameño.

