En la década de 2000, cuando fungía como director general de la Autoridad de la Región Interoceánica (ARI), desarrollábamos algunos terrenos ubicados a la entrada de Cocolí, en la carretera hacia Arraiján. En ese entonces, un empresario exitoso de la Zona Libre de Colón, distribuidor de automóviles, me propuso una contratación directa para desarrollar un proyecto ecológico, con más de mil viviendas. Su solicitud no fue aceptada, porque nuestra política era la de licitaciones públicas, y los proyectos tenían que adaptarse a parámetros específicos en cuanto a áreas verdes, infraestructura (calles, agua, alcantarillados), densidad de población por hectárea y áreas verdes.
Un día recibí la llamada de un magistrado de la Corte Suprema de Justicia, quien me solicitó una cita para dicho empresario, la que le concedí. El señor resultó ser una persona muy simpática y me contó sus penurias como prisionero en unas minas, durante la II Guerra Mundial y, luego, me habló de su migración a Panamá, en donde tuvo éxito como empresario. El señor me platicó extensamente de su proyecto, que me parecía muy interesante, pero le expliqué que pronto licitaríamos la parcela en la que él estaba interesado. Le dije que si cumplía con todas las reglas del acto de licitación, estaba seguro de que su proyecto –por todas las bondades que él afirmaba– sería el ganador, ya que en la evaluación no solo influía el precio, sino la calidad de vida requerida. Entonces, me insinuó que “yo podía tener beneficios económicos de ese proyecto”, tras esto le respondí, diplomáticamente, que ya tenía tres hijos adultos, bien casados y con personas con patrimonio económico propio. Además, contaba con una residencia hermosa, una empresa constructora de prestigio y una finca ganadera en Volcán, y que mi situación económica estaba resuelta. Tras esto, el susodicho empresario insistió: “Ingeniero, pero un poquito más no hace daño”. La parcela se licitó, pero este señor no participó en el acto.
En 1993, cuando fungía como ministro de Obras Públicas, necesitaba ingenieros tras haber cesado a aquellos comprometidos con los malos manejos de la cosa pública. Mi sistema era insertar un anuncio en los diarios solicitando ingenieros para una empresa dedicada a obras civiles, y los currículos debían ser enviados a los apartados de una empresa mía, para que no supieran el origen de la solicitud.
Los perfiles no satisfacían mis requisitos. Le pedí ayuda al ingeniero César Saavedra, quien fue dos veces presidente de la Sociedad Panameña de Ingenieros y Arquitectos, y en aquellos años fungía como director de Ingeniería de la Contraloría General de la República. Él me envió al ingeniero José Domínguez, quien tenía una pequeña empresa constructora y acababa de obtener una maestría en transporte público. En la entrevista, el joven mostró disposición para resolver algunos problemas que, en términos generales, afectaban al ministerio. Domínguez tenía una personalidad que dejaba ver su disposición de trabajo y mando. Me preguntó qué le ofrecía, y le contesté que buscaba a un asistente en la labor del ministro, pero que me inclinaba hacia una persona con canas. Ante esto respondió: “Señor ministro, no me pienso teñir el cabello”. Por haberme contestado con sinceridad y valentía, le dije: “El puesto es tuyo”. Domínguez colaboró en la ampliación de la avenida Balboa, en la adición de dos carriles en la autopista de Panamá-Arraiján; en los accesos al puente de Las Américas; en los dos pasos vehiculares soterrados en el Chorrillo y la antigua estatua Roosevelt. También lo asigné para actualizar los estudios sobre el corredor norte y sur, realizados por la Agencia Japonesa de Cooperación Internacional.
A mi salida del ministerio, le sugerí al presidente Guillermo Endara que pusiera a Domínguez a cargo de la cartera de Obras Públicas, eso se convirtió en realidad y no me arrepiento de esa elección. Hoy Domínguez es uno de los pocos distinguidos miembros de la Asamblea Nacional. Curiosamente, después de estar trabajando con él, me enteré que era hijo de mi gran amigo Tony Domínguez. Cuento estas anécdotas para ilustrar a los lectores sobre cómo éramos los funcionarios antes de la era Odebrecht.
