Aunque limitemos los medios o filtremos los contenidos, nuestros hijos, tarde o temprano, escuchan, ven o intuyen cosas que los impactan profundamente. La guerra, por ejemplo, es una de esas realidades difíciles de explicar, especialmente cuando llega a través de una imagen, un titular o una conversación en casa que creíamos fuera de su alcance.
Hace poco, mi hija Clara, que tiene casi ocho años, me sorprendió con una de esas preguntas que te desarman como madre y te obligan a detenerte, mirar, respirar hondo y responder con el corazón. Con lágrimas en los ojos, me dijo:
—Mamá, ¿cómo puede haber soldados que disparan a matar a niños y a personas que solo están buscando comida? ¿Cómo puede alguien dar la orden de no dejarles comida a personas que se están muriendo de hambre?
No supe qué contestarle de inmediato. No porque no tuviera datos, contexto o explicaciones, sino porque no hay palabras que puedan justificar ante los ojos de un niño la crueldad de un mundo en guerra. Clara no entendía —como ningún niño debería hacerlo— cómo es posible que haya gente tan mala, capaz de hacer daño a propósito, sin compasión.
Y es que, en su mente —y en la de tantos otros niños— el bien y el mal están claramente delimitados. El bien protege, cuida, comparte. El mal destruye, golpea, niega. Cuando un niño empieza a comprender que el mundo no siempre actúa con justicia, que no todos piensan en el otro, que hay quienes incluso se benefician del sufrimiento ajeno, se rompe algo. Y ahí entramos nosotros, los adultos.
¿Cómo explicarles que sí, que existen personas capaces de atrocidades? ¿Que hay países enteros atrapados en conflictos donde la vida humana vale poco? ¿Que hay decisiones políticas que matan, aunque no suenen como disparos?
La respuesta no está en mentir ni en suavizar. Tampoco en cargarles con todos los horrores del mundo. Está en acompañar su dolor, validar su tristeza y ofrecerles herramientas para procesar lo que sienten. Decirles con honestidad que sí, hay personas que hacen mucho daño. Pero también decirles —con la misma fuerza— que existen muchas más personas que ayudan, que salvan, que luchan por el bien, que construyen paz.
Podemos contarles sobre médicos que arriesgan su vida para cuidar a otros, sobre voluntarios que reparten comida bajo el fuego cruzado, sobre periodistas que denuncian injusticias, sobre familias que, aun en medio del horror, siguen cantando, rezando, resistiendo con dignidad. Mostrarles que, en medio del dolor, también hay luz.
Pero, sobre todo, tenemos que educarlos en el amor. Un amor que empiece por ellos mismos, por su familia, y se extienda al prójimo, al diferente, al que está lejos pero también sufre. Un amor que los impulse a preguntarse qué pueden hacer por otros, aunque sea en pequeña escala: una oración, una carta, un dibujo, una conversación.
Hay situaciones en las que ignorar lo que ocurre en otros lugares del mundo parece una opción más cómoda. Pero no podemos criar a nuestros hijos en burbujas de indiferencia. Tenemos la enorme responsabilidad de formar personas empáticas, compasivas y conscientes. Personas que no se acostumbren al horror, que no dejen de llorar —como Clari— cuando algo es injusto.
Porque, si hay algo más fuerte que la maldad en el mundo, es el amor que sembramos en nuestros hijos.
La autora es pediatra.
