Luego de que un juez brasileño ordenara dar a la luz pública las “confesiones” de Joao Santana y Mónica Moura, publicistas de la campaña electoral de 2014 del partido Cambio Democrático, en la que se revela la supuesta “donación” de 16 millones de dólares por parte de la constructora Odebrecht a dicho colectivo y, dado a conocer en los medios de comunicación social en Panamá, se puede colegir cuál es el hilo conductor de la corrupción pública en nuestro país.
Aunque hoy algunas personas de la denominada “sociedad civil” y también figuras políticas se rasgan las vestiduras, se muestran perturbadas y hasta horrorizadas con este “escándalo”, no es menos cierto que el fenómeno del cohecho ha penetrado a profundidad todas las instituciones del Estado y, peor aún, hasta se ha institucionalizado a través del perverso sistema político electoral.
Tampoco es una novedad. Para no ir muy lejos, la concusión ha estado presente en la vida política nacional de los últimos 27 años. Por ejemplo, es un hecho notorio que la constructora Odebrecht permeó con coimas y sobreprecios las obras realizadas durante la gestión de los últimos tres gobiernos.
Por otro lado, para nadie es un secreto que ciertos empresarios panameños han vendido sus empresas a inversionistas extranjeros para dedicarse del todo a los “negocios del Estado”, dada la circunstancia de que estos tienen una tasa de retorno con incrementos geométricos.
Para decirlo con palabras de campañas políticas, algunos individuos “entraron limpios –al gobierno- y salieron millonarios” y, otros, eran millonarios y ahora son multimillonarios.
De manera que estas conductas delictuales se deben personalizar solo para los procesos penales, a objeto de llevar ante los tribunales a los “delincuentes de cuello blanco”; esto es, a los que hurtan millones de dólares del erario público. Pero en la esfera política el fenómeno se expresa de otra manera y, por lo tanto, debe tener otro tratamiento. Es verdad que quienes cometen este tipo de vagabunderías son personas o individuos, pero no menos cierto es que lo realizan amparados en un sistema político permisivo y corrupto, dominante a lo largo de toda la existencia de la República, es decir, el sistema político de la oligarquía.
¿Qué es la oligarquía? Es un grupo de personas unidas por vínculos familiares, de amistad y de negocios. Generalmente, pertenecen a una misma clase social y, una vez instalados en el gobierno, se dedican a todo, menos a servir al pueblo que supuestamente los eligió. Lo digo así, porque en la realidad son impuestos por las entelequias llamadas, partidos políticos, con la “bendición” del sistema electoral diseñado para que cada cinco años cambie su vestido, pero el corrupto sistema clientelista y paternalista perdura.
En última instancia, la solución final es la derrota en las urnas (por la voluntad soberana del pueblo) del sistema de la “clase política” tradicional. Pero, mientras ese momento llegue y a fin de hacer menos traumático el cambio, los que ahora gobiernan tienen la oportunidad de hacer las transformaciones inmediatas o a corto plazo que permitan “oxigenar” el ambiente político nacional.
El financiamiento electoral privado es el hilo conductor de la corrupción, porque permite la entrada del “dinero sucio” producto de las trapisondas públicas y del narcotráfico. Los magistrados –espero que lo sean– del Tribunal Electoral deben introducir una modificación a la ley de reformas electorales, aprobada recientemente y de manera maratónica en la Asamblea Nacional, de modo que se prohíba el financiamiento privado y que solo se permita el financiamiento público –inversión en la decencia y paz social– en las próximas elecciones del año 2019.
Desde luego, esta medida no es la panacea, pero es un paso en la dirección correcta del adecentamiento de la política, entendida esta última como el accionar ético de tal actividad hacia la búsqueda del bien común. ¡Así de simple es la cosa!