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La constitución del conocimiento y la muerte del experto (VIII)

El método científico arranca de una pregunta, a otra pregunta, a otra pregunta, no arranca de una verdad, a otra verdad, a otra verdad. De ser así, se frenaría en la primera de cambios. Esto le dice al hombre y a la mujer de ciencia, que no lo sabe todo y que tiene que trabajar para agregar conocimiento y divulgarlo. Por ello, el científico cabal luce humildad y rigor.

Encontrar la verdad no es a través del engaño. Y, mucho menos es honrado hacer de la mentira una verdad, un nuevo conocimiento. Fácil es descubrir que quien busca probar con evidencias ha de ser un hombre o una mujer con valores y principios. No hay otra forma. De otra manera es un farsante, un falso, un fraudulento personaje. Andrew J. Wakefield es uno sin valores, como lo son los creadores y divulgadores de teorías de conspiración, cuya proliferación durante la pandemia del covid-19, fue de características cancerígenas.

En un escenario mundial con tantos puntos de vista discordantes, nos dice Jonathan Rauch que, muchos se guían por “la metáfora del mercado de ideas”, basados en aquella analogía libertaria que sugiere que la competencia permite vender más y mejor, el producto superior. La “metáfora de ideas” sugiere se utilice la competitividad para juzgar lo cierto y su aceptación, a su vez, un raciocinio cimentado en la libertad de expresión, que estimula la libre corriente de las ideas, pero no por ello determina que una idea no probada se convierte en dogma. De allí saltar al abuso de la libertad de expresión, que no es otra cosa que la no responsabilidad por lo que se expresa, hay un mundo de estragos. El boomerang suele regresar a golpear a quien lo lanza. Al menos, en el brusco y contaminado ambiente que crea el irresponsable uso de la libertad de expresión, la rendición de cuentas debe ser el antídoto.

En el 2022, a poco tiempo de haberse iniciado la vacunación contra el covid-19, la variante Omicron se expandió rápidamente con los sublinajes BQ y XBB, que evadían los anticuerpos producidos por las vacunas disponibles. De estas y previas observaciones se implicó que, frente a las vacunas mRNA monovalentes contra covid-19, las vacunas bivalentes serían superiores y, se hizo la recomendación de reforzar la vacunación con vacunas actualizadas. La capacidad significativa del virus del SARS-CoV-2 de mutar es una de las razones por las cuales se requieren refuerzos -cuya frecuencia aún no está dilucidada- para mantener la protección contra esta enfermedad, que nos aburre a unos y nos preocupa constantemente a otros. No es el interés económico de la industria de vacunas lo que lleva a esta recomendación.

Tampoco es infrecuente oír: “no me la voy a poner porque a mí nunca me ha dado gripa”, negándose la vacuna anual contra la influenza; o, “me voy a vacunar yo, pero no voy a vacunar a mis hijos”, refriéndose a la vacunación periódica, por ahora, contra el virus del covid-19. Algo así como el desafortunado grito: “con mis hijos no te metas”, cuando se reclama una autonomía irresponsable o una potestad impositiva y discriminante, de parte de padres de tiempo incompleto. Esto revela poca información, donde hemos fallado los médicos y amplia divulgación de falsedades, donde triunfan los conspiradores contra la ciencia y la medicina. Todavía el año pasado, un colega negacionista aseguraba con imponente fuerza de convicción y argumento duro que “el SARS-CoV-2 no se había aislado nunca, mucho menos purificado ni secuenciado”, necesarios elementos para la elaboración de una vacuna, con lo cual, además, estaba hurtándole a las vacunas contra el covid-19, propiedades específicas para su eficacia, y uno de los argumentos más abusados de estos negacionistas. No entender virología engendra estos exabruptos, divulgarlo desde la academia, es maldito.

El temor a vacunar a los hijos nace muchas veces, entre mis pacientes, del compromiso responsable de los padres de protegerlos, por tanto escuchar y leer sobre teorías conspirativas en cuanto al origen de la pandemia, el daño que se atribuye a las vacunas para cualquier evento negativo o adverso que ocurra, el irrespeto a la persona y su familia para asumir y divulgar prematura e imprudentemente la causa de muerte de un ser querido, que ni siquiera conocen o han conocido, jugar a comparar estadísticas de enfermedades y muertes, que ahora proliferan, sin conocer su comportamiento epidemiológico anterior para cada enfermedad o evento fatal, la eficaz interconexión de las redes sociales para abusar de su capacidad de llegar a muchos en poco tiempo, todo ello, da ventajas para que el despropósito de desinformar surta el efecto negativo y costoso que se busca, sobre la salud de la población. Siempre me pregunto si tienen hijos, esposa, padres, hermanos y amigos que ponen a riesgo con sus falsedades.

El rechazo a los programas nacionales de vacunación pública, recordándolos como justicia social, no pocas veces los acompaña el visceral rechazo por el solo término justicia social, precisamente por esas clases privilegiadas socialmente o infectadas ideológicamente, las mismas que abrazan teorías de conspiración contra las vacunas y la ciencia. La justicia social no es más ni menos que el valor que dirige los esfuerzos de los estados para enfocar sus políticas hacia los más vulnerables, ya sean minorías o sin privilegios, como miembros de una comunidad o una sociedad. Pero resulta que, donde se origina la información falsa no existen las restricciones económicas y sí los privilegios, lo que permite acceso al experto, a un médico, a un hospital, a costosos medicamentos, curarse pronto y a no morir a pesar de no vacunarse.

La escalada de la propaganda anti-ciencia, es sumamente peligrosa es mortalmente peligrosa, como lo advierte el doctor e investigador, Peter J. Hotez. Sin temor a que tergiversen para su beneficio, no está lejos de ser una forma de terrorismo, donde se instrumenta la tragedia de la pandemia para legitimar fracasos y apetitos personales, enemistades profesionales, campañas electorales o autoritarismos improcedentes.

En una parte del discurso preparado para ser pronunciado en el Dallas Trade Mart Luncheon, por John F. Kennedy, y que nunca pudimos escucharle, decía: “No podemos esperar que cada uno de nosotros, para usar la frase de hace una década, le hable con sensatez al pueblo americano. Pero esperamos que sean muy pocos los que escuchan disparates”.

(Con este artículo finaliza la serie sobre vacunación y vacunas)

El autor es médico.


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