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La costumbre

Dice una vieja canción, interpretada entre otros por Basilio, que “no cabe duda, que es verdad que la costumbre es más fuerte que el amor”. La fuerza del argumento recae, no en el amor, sino en la “costumbre”, esa forma de comportamiento reiterado que ofrece a los analistas las claves del porqué ciertas “profecías” sociales se siguen cumpliendo.

Por la costumbre, es que se puede escribir un artículo, opinando sobre el resultado del “¿debate?” sin que se hubiera hecho, y acertar de pleno: solo hablan paja, se defendieron de las mutuas acusaciones (“entre todos la mataron y ella sola se murió”, si pensamos en la democracia), y dejaron nuestra política a nivel subterráneo.

¿Qué es la costumbre? Pues la de no decir la verdad, la de no encarar los problemas con soluciones concretas, la de no decirnos el “cómo” y volver a aburrirnos con el “qué”, la de no respondernos a cómo van a desmantelar el estado clientelista, que sigue robusto y parece eterno. Y la costumbre nuestra de hacer comentarios después del “bonito show” sobre quién ganó cuando, otra vez, hemos perdido todos por falta de un candidato con visión de Estado.

Como de costumbre (se aceptan apuestas), abrirán las escuelas sin sillas, sin estar acondicionadas, con huelgas de educadores, entre otras, que mantendrán viva la llama de la protesta infinita y desgastante, como si fuésemos unos Sísifos civiles cuya vida no es más que vivir en los mismos problemas porque “así es mi país”, porque “el panameño es como es”.

O cambiamos de costumbre o la previsibilidad matará el idilio crítico —del que hablábamos hace días—, entre las instituciones y los ciudadanos. Y, no cabe duda, es verdad que la pasión que no se canaliza bien en las urnas termina en las calles, en barricadas y paros que no conducen sino al estallido de una sociedad cada vez más desafecta, que terminará por invocar a un dictador y no a un presidente.

Sísifos civiles cuya vida no es más que vivir en los mismos problemas porque “así es mi país”, porque “el panameño es como es”.

O cambiamos de costumbre o la previsibilidad matará el idilio crítico —del que hablábamos hace días—, entre las instituciones y los ciudadanos. Y, no cabe duda, es verdad que la pasión que no se canaliza bien en las urnas termina en las calles, en barricadas y paros que no conducen sino al estallido de una sociedad cada vez más desafecta, que terminará por invocar a un dictador y no a un presidente.

El autor es escritor.


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