Panamá ocupa el puesto 108 de 180 países en el Índice de Percepción de Corrupción (IPC) del 2023, publicado por la organización Transparencia Internacional. Aunque la percepción no siempre coincide con las prácticas, esa percepción está asociada a una pérdida de confianza en las instituciones políticas a lo largo del tiempo. En ese proceso, la indignación que produce por no haber una condena moral y legal, se traduce en una motivación directa para protestas y la movilización.
Las malas prácticas de la administración pasada se tradujeron en un 6% (de un histórico 33%) de aprobación de gestión en las elecciones de mayo de 2024 en miras de un cambio profundo por y para el país. Tristemente esas antiguas prácticas usadas en la gestión previa están “sin denuncias” por las nuevas autoridades: la designación discrecional de los cargos públicos a los miembros del partido y familiares de diputados pese a la ley de la carrera administrativa en curso desde 1994, el uso discrecional y opaco de ahorros presupuestarios, la adjudicación de licitaciones hospitalarias y de insumos médicos quirúrgicos con pliegos hechos a la medida; la opacidad de una parte sustantiva de la información pública y la burocratización, la oscuridad y demora en los procesos de sanción a las conductas tipificadas como faltas y delitos de corrupción.
Sin denuncias, da la impresión que la corrupción no solo sigue vigente en Panamá, sino que los medios jurídicos y administrativos diseñados como contrapesos para combatirlas fueron despreciados y bloqueados desde el período pasado, para que concluyamos que la debilidad institucional no quiso evitar la captura del Estado ni cancelar los abusos cometidos por los servidores públicos previos para hacerse de dinero o poder; y que por los votos en la asamblea nacional de los proyectos oficialistas no hay nadie denunciado.
Si bien erradicar la impunidad es una condición fundamental para prevenir y disuadir los actos de corrupción - en tanto que la ausencia de castigos incrementa la probabilidad de burlar la ley-, en nuestra República ni se castiga ejemplarmente a nadie, ni se cambian las condiciones administrativas y políticas que dieron lugar a esos abusos, dando la posibilidad de que se sigan reproduciendo.
La procrastinación ha lastimado el sistema de sanciones anticorrupción que, hasta hoy, no ha conseguido establecer un seguimiento eficaz de las denuncias desde que se presentan hasta que se resuelven. La procrastinación no es una falta, es un aplazamiento que persigue el incumplimiento de la ley.
La corrupción seguirá ganando terreno hasta que los sistemas de justicia puedan castigar los actos indebidos e imponer controles a los gobiernos. El daño ya fue hecho, los diputados deben dejar de estar describiendo en sus curules lo que ven en redes sociales y comenzar a trabajar en promover leyes que refuercen los procesos de transparencia, prevención, disuasión, reparación y castigo que exige una política anticorrupción digna de ese nombre. “Es momento de terminar con la impunidad de la corrupción”.
El autor es cirujano sub especialista.