Desde 2018, Estados Unidos libra una guerra silenciosa pero decisiva contra China: la de los microchips. Bajo las administraciones de Donald Trump, Joe Biden y nuevamente Trump, Washington ha impuesto restricciones a la exportación de semiconductores avanzados, con el propósito de frenar las ambiciones tecnológicas del dragón asiático. Sin embargo, el efecto ha sido contrario al esperado: en lugar de debilitar la innovación china, la ha estimulado.
El ejemplo más visible es DeepSeek, una firma china que en enero sorprendió al mundo al lanzar un modelo de inteligencia artificial (IA) competitivo con los occidentales, pese a haber sido entrenado con una fracción del poder de cómputo. Inspiradas en este éxito, las empresas chinas de chips intentan replicar la hazaña, combinando ingenio y recursos para compensar sus limitaciones tecnológicas. Su meta: crear un ecosistema de hardware y software propio que reduzca la dependencia de Occidente.
La brecha, sin embargo, sigue siendo notable. Los chips de IA chinos tienen un rendimiento promedio de 114 teraflops, frente a los 2,500 del modelo B200 de Nvidia. Huawei, líder del sector, alcanza los 800 teraflops con su chip Ascend 910C, todavía lejos de su rival estadounidense. Parte del problema es estructural: la miniaturización de transistores —la clave del progreso en los microchips— depende de un puñado de fabricantes globales, y los más avanzados, como Taiwan Semiconductor Manufacturing Company (TSMC), tienen prohibido vender sus mejores productos a China.
Sin acceso a las máquinas de litografía ultravioleta extrema (EUV) que produce la empresa neerlandesa Advanced Semiconductor Materials Lithography (ASML), los fabricantes chinos deben exprimir la tecnología anterior, llamada DUV, mediante procesos de multi-patronado. Este método, que repite varias veces el grabado de los circuitos, permite lograr detalles más finos, aunque a costa de mayor costo, menor velocidad y más fallas. China prioriza la autosuficiencia sobre la eficiencia, pero los expertos coinciden: sin EUV, la producción masiva de chips de vanguardia aún está a años de distancia.
Frente a la imposibilidad de igualar en calidad a los gigantes occidentales, China apuesta por la cantidad. Huawei presentó el sistema CloudMatrix 384, que une 384 chips Ascend 910C para competir con la supercomputadora de Nvidia. Aunque su rendimiento por unidad es menor, la red combinada logra casi el doble de potencia total. El costo es energético: requiere más de 600 kilovatios, cuatro veces más que su rival. Pero, como señalan los analistas, “la energía no es un problema en China.”
Huawei aprovecha además su experiencia en redes ópticas para optimizar la conexión entre chips. Su sistema transmite datos mediante pulsos de luz en lugar de electricidad, reduciendo el calor y el consumo energético. Esta innovación marca un cambio estructural en la arquitectura de los centros de datos y fortalece la independencia tecnológica del país.
El tercer pilar es la sincronía entre hardware y software. Los nuevos chips reducen la precisión numérica de los cálculos —de 32 a 16, 8 o incluso 4 bits— sin sacrificar rendimiento en tareas de IA. DeepSeek introdujo un formato aún más radical de 8 bits sin decimales ni signo, que mejora la eficiencia energética a costa de precisión. Empresas locales como Cambricon Technologies ya están adoptando este estándar.
Aun así, persisten dependencias críticas. Los diseñadores chinos siguen utilizando programas estadounidenses de Synopsys y Cadence, y las herramientas de programación de Nvidia, como CUDA, dominan el mercado. Además, sus chips aún son menos eficientes en el entrenamiento de modelos de IA, una fase que exige memoria avanzada, también restringida por las sanciones.
Pero China avanza. En abril, cuando Estados Unidos limitó la venta del chip H20 de Nvidia, el gobierno chino respondió con desafío: exhortó a sus empresas a dejar de comprar tecnología estadounidense y a apostar por soluciones propias. Aunque aún queda camino por recorrer, el Partido Comunista de China ha demostrado que su capacidad de innovación puede convertir la guerra de los chips en una nueva forma de independencia tecnológica.
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El autor es médico sub especialista.

