La educación es el pilar fundamental de cualquier sociedad que aspire al progreso. En un mundo cada vez más globalizado, la necesidad de mejorar la calidad educativa es imperativa, especialmente en países en desarrollo. Una de las vías más efectivas para lograr una transformación educativa es la inversión extranjera proveniente de países desarrollados. El intercambio de experiencias, culturas y conocimientos es una oportunidad dorada para evolucionar nuestros sistemas educativos y, simultáneamente, diseñar políticas públicas que beneficien a ambas partes.
La inversión extranjera en educación va más allá del mero capital financiero. Se trata de un intercambio de capital humano, tecnológico y metodológico. Empresas y gobiernos de países desarrollados tienen la capacidad de aportar experiencia en gestión educativa, recursos didácticos avanzados y acceso a tecnologías que potencian el aprendizaje. A su vez, los países en desarrollo ofrecen un terreno fértil para innovar y adaptar dichas herramientas a realidades diversas, lo que retroalimenta la experiencia de los inversores.
Una de las mayores ventajas de este tipo de inversión es el enriquecimiento mutuo a través de la diversidad cultural. El intercambio de ideas y perspectivas entre estudiantes y educadores de distintos países fomenta un pensamiento crítico y las habilidades necesarias para prosperar en un entorno global. En un aula diversificada, un problema puede ser abordado desde múltiples ángulos, enriqueciendo el proceso de aprendizaje y preparando a los jóvenes para los retos del mañana.
Por otro lado, la presencia de inversores extranjeros en el sector educativo puede ser un motor de cambio a nivel local. Puede impulsar a los gobiernos a mejorar la infraestructura educativa y a establecer estándares de calidad más altos. Asimismo, la competencia que generan los nuevos establecimientos puede ser un estímulo para las instituciones locales para modernizarse y buscar la excelencia.
Sin embargo, es vital diseñar políticas públicas que aseguren que los beneficios de esta inversión sean inclusivos y sostenibles. Por tanto, se debe garantizar que el acceso a una educación de calidad no esté limitado a una élite, sino que se extienda a las capas más amplias de la población. La inversión extranjera debe ser un puente para reducir la brecha educativa y no una muralla que la profundice.
Además, es necesario implementar marcos regulatorios que promuevan la responsabilidad social de las empresas y que fomente prácticas justas y colaborativas. Es crucial velar porque las alianzas establecidas sean equitativas, y que la ganancia de conocimientos y experiencias no sea un camino de una sola vía.
La implementación del impuesto mínimo global en Panamá y su aplicación a grupos multinacionales, cuya facturación global sea mayor a los 750 millones de euros, debería considerar el componente educativo. Es crucial que, al trazar la hoja de ruta para atraer mayor inversión extranjera, se contemple la inclusión de los costos educativos como tipo de gasto elegible que otorgue derecho a créditos fiscales reembolsables, desarrolladas según nuevo estándar internacional. Esta estrategia podría resultar en un catalizador notable en el avance hacia estándares de educación propio de países desarrollados, que incluso sea referente en nuestro hemisferio.
En síntesis, la inversión extranjera en la educación de países en desarrollo es una oportunidad excepcional para lograr un avance significativo en la calidad y el alcance de la educación. La colaboración internacional, cuando se maneja de manera adecuada, puede resultar en un escenario de ganar-ganar, donde tanto los países desarrollados como los que están en vías de desarrollo se benefician de la riqueza de compartir conocimientos y experiencias. La tarea está en manos de los gobiernos, las instituciones educativas y la sociedad en su conjunto, para crear el entorno propicio donde la educación florezca gracias al valor agregado de la inversión extranjera.
El autor es consultor tributario EY – Country Managing Partner

