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La nociva narrativa del pesimismo

En los últimos años, Panamá ha perdido algo más valioso que el crecimiento económico o la estabilidad política: ha perdido la fe en sí mismo. Vivimos en un país donde casi todo parece motivo de sospecha, burla o destrucción. El llamado “Panamá negativo” no es una idea abstracta; es una actitud colectiva que se infiltra en cada conversación, en cada red social y en cada espacio donde debería florecer el diálogo y la razón.

Hoy, basta decir que alguien trabaja en el Estado para que de inmediato se le tilde de corrupto. No importa su trayectoria ni esfuerzo: la desconfianza se ha vuelto automática, casi un reflejo nacional. Lo público se ha convertido en sinónimo de lo podrido, y lo privado en símbolo de pureza, aunque la realidad sea mucho más compleja que esos extremos.

A esta visión sombría contribuye un nuevo tipo de liderazgo: el de los “seudoexpertos digitales”. Opinólogos de pantalla, activistas de ocasión y autoproclamados fiscalizadores de redes que dictan sentencia sin pruebas, sin contexto y, muchas veces, sin responsabilidad. Son los jueces del “me gusta” y del “compartir”, donde el ruido vale más que la razón. Han reemplazado la reflexión con rabia y la discusión con el linchamiento.

El periodismo tampoco ha quedado fuera de este fenómeno. En medio de la competencia por los clics, algunos comunicadores sociales han sustituido la función de informar por la de alarmar. Titulares dramatizados, notas exageradas y programas que convierten la tragedia en espectáculo se han vuelto comunes. Peor aún, hay periodistas que toman un micrófono no para informar, sino para gritar y aterrorizar a su audiencia bajo la excusa de que “aquí nadie nos controla”. El resultado: una ciudadanía saturada de pesimismo, convencida de que nada sirve, de que nadie vale la pena y de que el país está irremediablemente perdido.

En el ámbito político, la situación no es distinta. La oposición se presenta como “constructiva”, pero sus acciones suelen centrarse en destruir y descalificar. Las redes sociales han sustituido el debate en el pleno. Las demandas y los espectáculos mediáticos reemplazan los argumentos. La política se ha convertido en espectáculo, y el ciudadano, en espectador cansado, confundido y escéptico.

El problema del “Panamá negativo” no está en señalar errores —eso es sano y necesario—, sino en que hemos perdido la capacidad de reconocer lo que se hace bien. Nos cuesta aplaudir sin sospechar, construir sin dividir, proponer sin atacar. La crítica se transformó en un deporte nacional para destruir.

Pero esta actitud no solo erosiona la confianza social: también tiene un costo económico enorme. La narrativa del “todo está mal”, del “aquí nada sirve”, espanta la inversión nacional y extranjera. Los empresarios dudan en ampliar sus proyectos ante un ambiente social y político impredecible. Los inversionistas extranjeros observan un país donde todo se cuestiona, donde el ruido supera los hechos, y prefieren mirar hacia latitudes más estables y optimistas.

La negatividad constante no solo daña la reputación de las instituciones: también reduce la competitividad del país. Sin confianza no hay inversión; sin inversión no hay empleo; y sin empleo se alimenta el ciclo de frustración que nos consume. Es una espiral peligrosa que comienza con una opinión destructiva y termina afectando el bolsillo de todos.

El Panamá negativo no surgió de la nada: lo hemos construido entre todos. Lo alimentan políticos que prometen sin cumplir, medios que priorizan el escándalo sobre la verdad, ciudadanos que comparten sin verificar y quienes callan por miedo o comodidad. Pero, así como lo creamos, también podemos desmontarlo.

Panamá ha logrado grandes cosas cuando ha creído en sí mismo: levantar un canal que unió dos océanos, superar crisis y reinventarse una y otra vez. El país no necesita más voces que griten, sino mentes que piensen; no necesita más enemigos internos, sino aliados que crean que aún es posible cambiar.

Cuando un pueblo solo aprende a destruir, termina destruyéndose a sí mismo. Y cuando un país pierde la esperanza, deja de ser nación para convertirse en el campo de batalla de sus frustraciones.

Panamá merece volver a creer. Merece que la crítica construya, que el debate eduque y que la esperanza deje de ser una palabra vacía. Recuperar la fe en nosotros mismos no es ingenuidad: es el gran compromiso de mejorar y la forma más efectiva de demostrar que sí podemos.

El autor es consultor empresarial, especialista en sistemas ISO, gestión ambiental y seguridad y salud ocupacional.


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