Han transcurrido quince años desde la extraordinaria tormenta conocida como La Purísima, el mayor evento hidrometeorológico registrado en las cuencas de los ríos Chagres y Bayano, que transformó para siempre la percepción del riesgo de crecidas en Panamá.
El nombre La Purísima resonaba especialmente en los años ochenta gracias al señor Jesús Cisneros, entonces jefe de la Sección de Operaciones de Campo del Departamento de Hidrometeorología del Instituto de Recursos Hidráulicos y de Electrificación (IRHE).
Cada vez que se aproximaba el Día de la Inmaculada Concepción —Día de la Madre—, Cisneros preparaba a su equipo para la llegada de las fuertes lluvias típicas de esas fechas. Reunía a los aforadores de ríos del IRHE y, con voz firme y cierta emoción, les anunciaba: “Viene La Purísima, muchachos: todos al campo”.
Era el aviso inconfundible de que era hora de organizar los campamentos y dirigirse a las diferentes cuencas del país para tomar los aforos de las crecidas. Esta expresión, repetida cada diciembre, se convirtió en parte de la cultura interna del departamento y en una tradición profesional que marcaba el inicio de una intensa y significativa jornada de trabajo.

Gracias a testimonios directos de quienes trabajaban como hidrólogos en la época, sé con certeza que esta costumbre y el uso del término La Purísima por parte del señor Cisneros no solo eran habituales, sino también genuinos. Más que una leyenda colectiva, la historia de La Purísima está anclada en los recuerdos y prácticas de quienes, como Jesús Cisneros y su equipo, vivieron de cerca la gestión, la medición y el monitoreo continuo de las crecidas de los ríos, que cada diciembre ponían —y siguen poniendo— a prueba la capacidad y el compromiso de los hidrólogos panameños.
En 2010, esta tradición adquirió un significado especial cuando la tormenta más fuerte registrada coincidió precisamente con esa fecha, consolidando así La Purísima como símbolo de los eventos hidrometeorológicos extremos que, más allá de la coincidencia religiosa, evidencian la vulnerabilidad de nuestros sistemas naturales ante lluvias intensas.

A lo largo de más de cuarenta años de trabajo en el Canal de Panamá, desde mis comienzos realizando aforos de caudales en el río Chagres, he enfrentado tanto sequías como inundaciones en la cuenca del Canal. Sin embargo, ningún fenómeno hidrometeorológico logró impresionarme y conmoverme tanto como lo hizo La Purísima. Recuerdo perfectamente aquellos días de diciembre de 2010, cuando formé parte del equipo encargado de gestionar la emergencia en el río Chagres; aún tengo muy presente la tensión y el sentido de responsabilidad compartida que vivimos.
Cabe señalar que mi experiencia y participación se centraron exclusivamente en las operaciones vinculadas a la cuenca del Chagres y a los embalses gestionados por el Canal, sin involucrarnos directamente en la gestión del río Bayano, pues correspondía a otras instancias.
Las discusiones en la sala de control, el radar meteorológico, la red de telemetría y la radiosonda marcaban el ritmo de la jornada. Las imágenes satelitales y el sonido constante de las radios con reportes en tiempo real se entremezclaban con la coordinación continua con autoridades, instituciones y medios de comunicación. En paralelo, la atención a clientes y comunidades exigía ajustar la operación de las compuertas de los aliviaderos y de las alcantarillas de las esclusas. Cada decisión reflejaba la magnitud del evento.
Haber sido testigo directo de la fuerza de la naturaleza, tras décadas de dedicación y servicio, me permitió comprender en carne propia la magnitud de lo vivido y el enorme compromiso que implica gestionar estos recursos vitales. En esos momentos, el trabajo en equipo fue fundamental para responder a una situación sin precedentes y proteger tanto a las comunidades como a la infraestructura del país.

La Purísima no fue un aguacero fuerte más: fue un evento hidrometeorológico extraordinario, con lluvias intensas concentradas sobre gran parte de las cuencas del río Chagres y del río Bayano, que alimentan los embalses de Alhajuela, Gatún y Bayano. El volumen precipitado en el Alto Chagres, por ejemplo, superó ampliamente los registros previos y provocó que el río Chagres, en la estación hidrológica de Chico, subiera más de 13 metros y alcanzara crecidas con periodos de retorno superiores a 200 años.
Para ponerlo en perspectiva, esos 13 metros equivalen aproximadamente a la altura de un edificio de cuatro pisos, lo que ayuda a visualizar la magnitud extraordinaria de la crecida y el impacto potencial en la zona. Para un lector no familiarizado con este término, un “periodo de retorno de 200 años” significa que, estadísticamente, la probabilidad de un caudal tan grande en un año cualquiera es muy baja (0.5%). Es decir, un evento de esta magnitud ocurre, en promedio, una vez cada dos siglos; no significa que se produzca puntualmente cada 200 años, sino que su ocurrencia es excepcional.
Las lluvias provocaron un aumento abrupto de los niveles en los embalses de Alhajuela, Gatún y Bayano. La operación de estas infraestructuras tuvo que ajustarse en tiempo real, abriendo compuertas en los aliviaderos y alcantarillas en las esclusas, manejando volúmenes de agua sin precedentes. La tormenta también generó niveles extremos de turbiedad que afectaron directamente las plantas potabilizadoras que abastecen a la Ciudad de Panamá. La cantidad de sedimentos arrastrados hacia el lago Alhajuela en diciembre de 2010 fue tan grande que, según los análisis posteriores, representó casi lo mismo que se acumula normalmente en un periodo de veinte años. Todo esto ocurrió en cuestión de horas y días.

El Canal de Panamá suspendió el tránsito de buques durante 17 horas debido al uso extraordinario de las alcantarillas de las esclusas de Gatún y Pedro Miguel, que desalojaron agua para apoyar el funcionamiento tradicional del vertedero de Gatún. Sin embargo, es importante destacar que la capacidad de desalojo del aliviadero de Gatún, incluso con sus 14 compuertas abiertas a máxima capacidad, resulta limitada ante volúmenes excepcionales de agua. Por esta razón, se recurrió a las alcantarillas de las esclusas para aumentar el desagüe, lo que supuso un desafío operativo adicional, dado que el gran volumen de agua fluyendo a mayor velocidad requería especial atención para preservar la integridad de las esclusas durante el proceso.
Además, la corriente generada por los vertidos de agua desde las compuertas de la represa Madden, en el lago Alhajuela, dificultaba el tránsito seguro de buques por el Corte Culebra. Tanto los aliviaderos de Madden como los de Gatún, junto con las alcantarillas de las esclusas de Gatún y Pedro Miguel, operaron a máxima capacidad para contener las inundaciones y proteger a las comunidades y a las instalaciones del área canalera.
El impacto para la población fue inmediato. Las plantas potabilizadoras se enfrentaron a una situación sumamente compleja que puso al límite la capacidad de tratamiento disponible en ese momento. Este evento sin precedentes ocasionó un incremento súbito e inesperado de los niveles de turbiedad del agua cruda del lago Alhajuela, con registros por encima de las 700 Unidades de Turbiedad Nefelométricas (NTU). Aunque este tipo de mezclas podría ser gestionado técnicamente cuando la infraestructura está en óptimas condiciones, en esta ocasión la magnitud del evento coincidió con sistemas que no se encontraban en su mejor estado de operación, lo que dificultó aún más la respuesta ante la emergencia.
Como consecuencia, la Ciudad de Panamá padeció problemas de suministro de agua potable por cerca de 60 días, un recordatorio claro de que las crisis hídricas no solo ocurren por escasez, sino también por exceso, agravadas por la limitada capacidad de almacenamiento de agua en los lagos y evidenciando la necesidad de construir nuevos reservorios multipropósitos en el país.
La magnitud del evento también se reflejó en el territorio: se contabilizaron más de 500 deslizamientos de tierra ocurridos de manera natural en diferentes puntos de la cuenca del Alto Chagres, arrastrando bosque y lodo. Muchos caminos rurales quedaron intransitables y varias áreas quedaron aisladas temporalmente. Las imágenes de la época muestran taludes colapsados y carreteras cubiertas de lodo.
Estos hechos, vistos desde la perspectiva de quince años, nos ofrecen una lectura clara: Panamá necesita seguir fortaleciendo su infraestructura, planificación y sistemas de gestión del agua. El país suele concentrar su atención pública en la falta de agua, pero La Purísima recuerda la otra cara de la moneda: los momentos en que hay demasiado. Ambos extremos —sequías severas y lluvias extraordinarias— forman parte de nuestra realidad climática; la única respuesta responsable es anticiparse mediante obras de infraestructura, políticas, reglamentaciones, sistemas de alerta y educación ciudadana.
El evento dejó claro que la infraestructura hidráulica en Panamá no puede quedarse estática frente a un clima que evoluciona y presenta comportamientos más extremos. La planificación del desarrollo nacional —desde carreteras y urbanizaciones hasta presas, plantas de tratamiento y redes de distribución— debe integrar el riesgo hidrológico como una variable central, no periférica. La gestión de los recursos hídricos no es solo un tema técnico: es un asunto de seguridad nacional y de resiliencia social.
Quince años después, la principal lección de La Purísima es sencilla y contundente: el agua puede faltar, pero si no contamos con capacidad de almacenamiento mediante nuevos lagos, puede presentarse en exceso, y cuando esto ocurre, puede manifestarse con una fuerza que pone a prueba todo lo que hemos construido. Recordar este episodio no es un ejercicio nostálgico, sino una advertencia sensata. Los ríos panameños seguirán creciendo con cada temporada lluviosa; algunos días lo harán de manera extraordinaria. Mantener a salvo a nuestras comunidades dependerá de nuestra capacidad de planificar con visión, invertir con responsabilidad y nunca bajar la guardia frente a las crecidas.
El autor es ex vicepresidente de Ambiente, Agua y Energía del Canal de Panamá.

