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La simbiosis entre economía y política

La economía y la política son dos fuerzas inseparables en la historia humana: la primera organiza la cooperación para la supervivencia; la segunda crea el marco de reglas en el que esa cooperación se desarrolla. Su matrimonio, aunque tóxico, ha sido el motor del progreso. Sin embargo, también ha sido fuente de desigualdad, devastación ambiental y concentración de poder.

Desde los albores del Homo sapiens, la cooperación permitió a los seres humanos multiplicar su “captura de energía”, una medida del dominio sobre los recursos naturales. Según el historiador Ian Morris, la revolución agrícola multiplicó esa captura por siete respecto a la era preagraria, y la revolución industrial lo hizo nuevamente por siete. Este vertiginoso aumento —alimentado por la explotación de combustibles fósiles— impulsó el crecimiento poblacional y tecnológico, pero también inauguró el problema climático y la llamada “sexta extinción”.

El éxito del capitalismo moderno es incuestionable: ha sostenido a casi ocho mil millones de personas y multiplicado la riqueza global por setenta desde 1820. Pero su desarrollo ha sido asimétrico. Mientras algunos países ascendieron a niveles inéditos de prosperidad, otros quedaron atrapados en el atraso. Este progreso desigual no es un defecto accidental del sistema, sino una consecuencia estructural de la forma en que se distribuyen el poder y los recursos en las economías de mercado.

Cada revolución económica implicó también una transformación política. Las bandas cazadoras-recolectoras vivían en comunidades igualitarias y flexibles, donde la autoridad dependía del mérito o la experiencia. Con la agricultura surgieron el excedente, la propiedad y, con ellos, la coerción. El Estado agrario —descrito por Finer como un juego entre el palacio, la nobleza, la iglesia y el foro— concentró el poder en manos de monarcas y sacerdotes, creando sociedades patrimoniales donde los súbditos trabajaban para sostener la riqueza de sus gobernantes. La esclavitud y la servidumbre fueron los cimientos del orden económico durante siglos.

El paso al capitalismo de mercado rompió gradualmente ese patrón. La monetización de la economía permitió que el trabajo y la tierra se transformaran en mercancías. La abolición de la esclavitud y la servidumbre, aunque tardía y desigual, marcó un avance de la civilización. Por primera vez, la cooperación dejó de basarse en la coerción y se apoyó en la competencia: la “destrucción creativa” de Schumpeter recompensó la innovación y castigó la ineficiencia. El progreso dejó de depender de la conquista y pasó a residir en el ingenio.

Sin embargo, esta nueva libertad económica no fue sinónimo de justicia social. La industrialización concentró la riqueza en pocos, generó explotación laboral y desplazó las jerarquías feudales hacia otras, más sutiles pero igualmente duraderas. La mujer, liberada lentamente del yugo doméstico, y el trabajador urbano, organizado en sindicatos, fueron los protagonistas de las luchas que democratizaron la riqueza y el poder político.

El siglo XX fue el laboratorio donde se enfrentaron dos visiones del orden económico: la economía de mercado y la planificación socialista. El capitalismo, adaptado mediante el Estado de bienestar, venció en esa batalla. El contraste entre Alemania Occidental y Oriental, Corea del Sur y del Norte, o Taiwán y la China maoísta selló el veredicto: las economías sin mercado carecen de la información y los incentivos necesarios para innovar. Deng Xiaoping lo comprendió al observar el dinamismo de sus vecinos y reorientó China hacia la “reforma y apertura”, demostrando que la eficiencia del mercado es condición indispensable para el progreso material.

No obstante, el triunfo del capitalismo no ha sido absoluto ni moralmente limpio. Su expansión generó riqueza, pero también deforestación, desigualdad extrema y una dependencia estructural del consumo. Si la economía de mercado fue el motor del crecimiento, la democracia liberal fue el intento de contener sus excesos: un pacto social para reconciliar la libertad individual con la equidad colectiva. De ese difícil equilibrio nació el mundo moderno.

Capitalismo y democracia: un equilibrio en tensión

El capitalismo de mercado y la democracia liberal se basan en un principio filosófico compartido: la igualdad de estatus y la libertad individual. Ambos sistemas promueven que las personas sean libres para actuar —ya sea producir, comerciar, pensar o votar— y que la autoridad se legitime mediante el consentimiento. Sin embargo, su alianza es inherentemente tóxica: el mercado se nutre de la competencia y acepta las desigualdades de resultados, mientras que la democracia demanda equidad y una amplia participación. El desafío histórico ha sido equilibrar estas fuerzas para que ninguna degrade o domine a la otra, como se ejemplifica en la preocupación sobre decisiones económicas contramayoritarias que amenazan la integridad democrática en Panamá.

La expansión del sufragio universal no fue casual, sino una consecuencia directa del progreso económico. Al adquirir derechos económicos —como la propiedad y la libertad de comercio—, la negación de plenos derechos políticos se volvió insostenible. La caída de las jerarquías tradicionales, sumada a la difusión de la educación y la imprenta, hizo evidente la contradicción entre una economía liberal y un régimen político autoritario. La ciudadanía moderna, libre para ser propietaria, trabajadora y consumidora, lógicamente aspiró a ser ciudadana con plenos derechos.

La democracia liberal emergió, por lo tanto, como una extensión natural del individualismo económico. A pesar de la resistencia de las élites aristocráticas, que limitaron el voto por criterios de riqueza, género o raza, el capitalismo generó fuerzas imparables hacia la democratización, incluyendo la movilidad social, la urbanización y la alfabetización. El ciudadano moderno es, en esencia, un consumidor que exige opciones y derechos políticos con la misma firmeza con la que exige opciones en el mercado.

Otro factor crucial fue el aumento del bienestar material. Como señaló el economista Benjamin Friedman, la mejora sostenida del nivel de vida fomenta la tolerancia y la apertura política. Las demandas de mayores libertades y gobiernos más representativos no surgieron de la miseria, sino del excedente económico. La prosperidad capitalista convirtió a la democracia en el “precio político” del crecimiento, un fenómeno visible allí donde el progreso material genera una mayor demanda de participación.

Las transformaciones sociales de la Revolución Industrial dieron lugar a una clase obrera organizada —sindicatos, partidos socialdemócratas— que tradujo la desigualdad económica en una lucha política por la protección legal y la participación electoral. Paradójicamente, el capitalismo generó sus propios correctivos, como el Estado de bienestar y los sistemas de representación que moderaron los excesos de la competencia desregulada. La clave del éxito, como resume Daniel Ziblatt, residió en si las élites mostraron un “egoísmo ilustrado” al aceptar compartir el poder, institucionalizando su influencia a través de partidos conservadores (como en las naciones nórdicas), o si se resistieron a ceder privilegios (como en el sur de Europa), lo que condujo a transiciones violentas o al fracaso democrático.

El siglo XX consolidó esta unión simbiótica bajo el liderazgo de potencias liberales, demostrando —en casos como Alemania y Japón— que mercado y democracia podían coexistir y generar prosperidad. En contraste, la Rusia postsoviética mostró que la apertura económica sin la rendición de cuentas ni el Estado de derecho lleva a la corrupción y al surgimiento de oligarquías.

Actualmente, el experimento chino —capitalismo de Estado sin democracia— se presenta como el mayor desafío a la tesis de la alianza, al sugerir que el crecimiento puede sostenerse bajo un régimen autoritario. No obstante, la historia advierte que un capitalismo sin libertad política y sin Estado de derecho degenera en clientelismo y crisis, creando un híbrido inestable que pone en riesgo ambos sistemas.

El capitalismo ha sido el motor del progreso material, y la democracia, su conciencia moral. Su relación es frágil. Hoy en día, la creciente desigualdad, el feudalismo corporativo y la manipulación digital están desestabilizando este equilibrio. La pregunta decisiva ya no es si el capitalismo puede sobrevivir sin la democracia, sino si la democracia puede perdurar frente al capitalismo que ella misma ayudó a crear.

El lobo y la ley

De los antiguos griegos podemos aprender sobre la fragilidad de la democracia. Platón, en La República, desconfiaba del gobierno de las masas no formadas (los independientes de hoy) y describió un ciclo político en el que la reacción contra la oligarquía plutocrática conduce a la demagogia y, finalmente, a la tiranía. Este ciclo se repite: el pueblo, hastiado de las élites ricas, elige a un “protector” que promete justicia. Sin embargo, este líder —con apoyo popular— persigue a sus opositores, destruye las instituciones y concentra el poder hasta volverse un tirano, un “lobo” consumido por la ambición.

El texto identifica este patrón en figuras históricas como César, Napoleón y Franco, y más recientemente en Mulino y los nuevos populismos latinoamericanos, que emergen como defensores del chen chen del pueblo para luego socavar las instituciones que los llevaron al poder. La advertencia platónica de que el miedo y la inseguridad social abren la puerta al despotismo es crucial: las sociedades divididas y atemorizadas entregan su confianza a un “salvador” que se erige en dictador, concentrando el poder en nombre de la salvación nacional.

En el contexto panameño, el “paso firme” se caracteriza como plutopopulismo: el uso de retórica populista con fines que, en realidad, favorecen a los grupos plutocráticos. Así ocurrió, por ejemplo, con la exoneración de impuestos a la fibra óptica o con la Ley 462, que reformó la Seguridad Social y fue presentada como un alivio popular, aunque benefició a las élites económicas. Platón habría reconocido en esta fórmula al demagogo-tirano en gestación.

Por su parte, Aristóteles también alertó contra una democracia sin límites, llamando “demagogia” o “tiranía de la mayoría” al sistema en el que la voluntad popular se convierte en ley absoluta, sin respeto por las instituciones, la Constitución o los derechos individuales. Para él, las limitaciones constitucionales no son un obstáculo a la democracia, sino un escudo esencial para preservar la libertad frente a las “pasiones momentáneas” del pueblo. Tal es el caso de las leyes de corte autoritario propuestas por la bancada de independientes, presentadas como la voz de la mayoría, pero que terminan cercenando derechos fundamentales.

Ambos filósofos coincidieron en que la desigualdad extrema es la amenaza fundamental. La plutocracia mina la base igualitaria, mientras los demagogos explotan la desigualdad con fines de manipulación. El artículo señala que la retórica conservadora actual —como la de la Cámara de Comercio de Panamá, que acusa al Estado de despilfarro— oculta en realidad una defensa de privilegios de clase en una sociedad con una distribución del ingreso profundamente desigual.

La alianza entre mercado y democracia liberal —el capitalismo democrático— es un matrimonio frágil en Panamá. El “paso firme” ilustra cómo el poder político puede invadir la esfera económica, como en la expropiación del Hospital Oncológico Adán Ríos, destruyendo la confianza institucional. Ni hablar del Estado de derecho en los contratos portuarios de Hutchison Ports. Toda democracia requiere lealtad a la comunidad política y confianza en el adversario; cuando esta se erosiona, la guerra civil es el riesgo.

El resquebrajamiento de la identidad nacional bajo las presiones de la economía global exacerba la tensión. Si el autoritarismo reemplaza a la democracia liberal, el capitalismo competitivo será sustituido por un sistema corrupto de neopatrimonialismo, donde el poder y la riqueza se distribuyen entre los amigos del régimen. Las prácticas del “paso firme”, como la eliminación de convenios colectivos antes de exigir impuestos a comerciantes evasores, sugieren que esta amenaza no es remota.

La conclusión es clara: la supervivencia del capitalismo democrático depende de no olvidar la lección de los griegos. No hay democracia sin límites, ni libertad sin instituciones. Panamá aún debe elegir entre el lobo y la ley.

“El hombre es por naturaleza un animal político, en un sentido en el que no lo es la abeja ni ningún otro animal gregario.”— Aristóteles


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