En medio del debate por la demolición —que no fue una broma del Día de los Inocentes— apareció un fenómeno digno de estudio sociológico: la soberanía instantánea en redes sociales. Basta que caiga un monumento extranjero para que muchos descubran, de la noche a la mañana, un fervor patriótico que no se activa ni para noviembre ni para el 9 de enero.
De pronto, demoler un símbolo cultural se convierte —en la imaginación de algunos— en un acto de resistencia nacional, casi una gesta independentista en versión retroexcavadora nocturna.
Porque, claro, nada reafirma más la soberanía panameña que atacar un monumento de una de las comunidades que más ha contribuido al comercio, la economía y la vida cotidiana del país. El Canal, la logística, el sistema financiero, el comercio minorista… todo eso no genera la misma adrenalina patriótica que un comentario airado en redes diciendo: “Aquí solo monumentos panameños”, escrito desde un celular fabricado en China.
El concepto parece funcionar así:— No molesta que la economía global dependa de China.— No molesta usar sus productos, su tecnología ni su financiamiento.— Pero un monumento… eso sí atenta contra la patria.
Ojo, no promuevo entregar el país ni dejar de velar por la soberanía, pero sí dejar claro que atacar un monumento no hace a Panamá más soberana. La identidad nacional no se fortalece negando la historia compartida, sino asumiéndola con madurez. Creer lo contrario es confundir orgullo nacional con inseguridad cultural.
Y lo más irónico es que Panamá —una república joven, construida por migrantes, comerciantes, obreros y soñadores de múltiples orígenes— pretenda ahora defender una pureza cultural que aún seguimos construyendo. Nuestra identidad no es una porcelana frágil que se rompe por convivir con símbolos ajenos; es un crisol de razas.
No hubo acto heroico, ni defensa de la patria, ni reivindicación histórica. Hubo una decisión administrativa que no se consultó y una reacción social que confundió el ruido con la razón.
Esta opinión no pretende atacar a los llamados “pro yankees”, ni a quienes —con la mejor de las intenciones— repiten consignas escuchadas sin mayor contraste. No se trata de una competencia geopolítica ni de escoger bandos culturales como si el mundo fuera un clásico de béisbol.
Panamá ha convivido históricamente con múltiples influencias y potencias, y lo seguirá haciendo. La crítica va dirigida, exclusivamente, a la superficialidad del debate cuando se confunde soberanía con intolerancia y criterio con eco. Pensar no es traicionar; pensar es, precisamente, un acto de soberanía real.
El autor es abogado.
