En el debate actual sobre la posible convocatoria a una Asamblea Constituyente originaria, conviene regresar a una verdad elemental que, sin embargo, parece estar ausente en ciertos círculos políticos y técnicos: el poder constituyente originario pertenece exclusivamente al pueblo. No es una afirmación retórica ni un principio abstracto; es el fundamento sobre el cual se erige toda legitimidad democrática.
En un reciente texto titulado ¿De qué trata un proceso constituyente originario?, el jurista y exprocurador general de la Nación, Rigoberto González Montenegro, lo resume con precisión: “Mal se puede estar hablando del ejercicio del poder constituyente originario sin que el dueño de ese poder participe, sin que sea el dueño de ese poder el que decida y determine cómo quiere que se ejerza ese poder”.
Estas palabras son un llamado de atención. Porque mientras se multiplican foros, mesas técnicas, propuestas de borradores y mecanismos de supuesta “alfabetización constitucional”, la gran ausente sigue siendo la participación real, directa y decisoria del pueblo. Se da por hecho que ciertos sectores —autoproclamados como ilustrados o portadores de una visión superior— están en condiciones de definir los pasos, las reglas, e incluso los contenidos de una nueva Carta Magna. Ese atajo no solo es políticamente peligroso, sino jurídicamente inviable.
La historia constitucional de América Latina ofrece múltiples ejemplos de procesos constituyentes que nacen deslegitimados cuando son impulsados por élites sin mandato popular. Una constitución, para ser legítima y duradera, no puede nacer del escritorio de una minoría que asume, con soberbia, que sabe más o mejor que las mayorías. Como bien lo advierte González Montenegro, el primer paso ineludible debe ser la convocatoria amplia y plural a los grupos sociales y políticos representativos del pueblo, para acordar un pacto constituyente claro, transparente y vinculante.
Cualquier documento redactado de espaldas al pueblo —incluso si se disfraza de técnica jurídica— está condenado al rechazo. Porque una constitución no se impone: se construye colectivamente. No puede emanar de una élite no elegida, sino que debe surgir de un proceso donde el titular del poder constituyente originario —el pueblo soberano— sea protagonista desde el inicio, definiendo tanto el camino como el destino.
En este sentido, resulta urgente plantear una pregunta que aún no tiene respuesta oficial ni política: ¿cuándo se va a convocar a los actores sociales y políticos que representan de manera auténtica al pueblo panameño? Esa es la única vía democrática para iniciar un proceso constituyente genuino. Todo lo demás —por bien intencionado o sofisticado que parezca— será percibido como un intento de suplantación de la voluntad popular.
El poder constituyente originario no se transfiere, no se delega y no se interpreta desde las alturas. Se ejerce. Y solo puede ejercerse de manera legítima cuando el pueblo decide ejercerlo.
El autor es administrador industrial.

