En Panamá resulta notoria la actitud distante de muchas figuras políticas de alto rango que, al ostentar un cargo público, recurren a descalificaciones en lugar de argumentos y responden a las demandas ciudadanas con soberbia, aduciendo que ejercerán sus funciones según su propia discreción. Esta conducta revela la tensión entre el ideal de servicio público y la práctica del poder, perjudica la legitimidad democrática al debilitar la confianza en las instituciones.
Diversos factores alimentan esta soberbia institucional. La percepción de impunidad crece cuando los procesos judiciales avanzan con lentitud y no impiden que funcionarios involucrados en escándalos permanezcan en sus puestos. La carencia de mecanismos éticos rigurosos permite la reincorporación de personas cuestionadas, y la debilidad de la carrera administrativa dificulta garantizar la meritocracia y sancionar el abuso de poder. Asimismo, las prácticas clientelistas y patrimonialistas favorecen la continuidad en el cargo a pesar de señalamientos éticos o legales.
Este fenómeno es estructural y se manifiesta en tres dimensiones. En la dimensión sociopolítica, existe una desconexión entre autoridades y ciudadanía, marcada por la falta de apertura al diálogo y el ejercicio de prácticas autoritarias que generan desconfianza y alientan protestas sociales. En la dimensión jurídico-institucional, opera una impunidad estructural: los procesos contra servidores públicos son lentos, las sanciones son excepcionales y no existen procedimientos efectivos para impedir el retorno de implicados en actos de corrupción. En la dimensión ético-cultural, la arrogancia se normaliza como estilo de liderazgo, se erosiona la cultura de servicio y se agrava la desafección ciudadana hacia la función pública.
El contexto latinoamericano potencia estos esquemas. En Perú y Guatemala, el presidencialismo fuerte combinado con instituciones débiles ha desembocado en crisis de legitimidad, protestas masivas y destituciones. Panamá comparte este escenario: el clientelismo político y la lentitud judicial complican aún más la relación entre el poder y la ciudadanía.
Las consecuencias de este distanciamiento son graves. La imposición de leyes sin diálogo, la indiferencia ante las protestas y la represión de voces críticas minan la confianza en la democracia y pueden generar estallidos sociales como los vividos en pasadas manifestaciones ciudadanas. Para revertir este ciclo, no basta con proclamar transparencia. Son necesarias sanciones efectivas, como la inhabilitación permanente por faltas graves contra la ética pública, el fortalecimiento de la carrera administrativa basada en el mérito, la educación ética y cívica de los funcionarios, una reforma judicial que agilice los procesos contra servidores públicos sin sacrificar garantías procesales.
El constitucionalista Roberto Gargarella, en su obra La sala de máquinas de la Constitución. Dos siglos de constitucionalismo en América Latina, advierte que el hiperpresidencialismo latinoamericano concentra el poder en el Ejecutivo, debilita los contrapesos institucionales y reproduce desigualdades, proponiendo un constitucionalismo dialógico que involucre a las instituciones y a la sociedad civil en la toma de decisiones y limite la discrecionalidad. Por su parte, Boaventura de Sousa Santos, en Sociología jurídica crítica, denuncia la “captura elitista del Estado” por parte de las élites políticas, que imponen su propia visión y reducen la participación ciudadana a lo electoral, y plantea una democracia de alta intensidad basada en lo que denomina demodiversidad. Ambos proponen abrir espacios de participación ciudadana y limitar el poder, aunque Gargarella lo plantea desde la perspectiva constitucional y Boaventura desde la democratización radical y la justicia social.
La soberbia en cargos políticos suele asociarse con el narcisismo, manifestado en líderes que exhiben grandiosidad, buscan reconocimiento constante y tienden a situarse por encima de las normas, especialmente aquellas relacionadas con la ciudadanía que financia sus salarios. Esta actitud puede indicar una limitada empatía hacia el electorado, dificultando la comprensión de las demandas ciudadanas y acentuando la distancia entre representantes y representados. Además, se observa una tolerancia al riesgo ético, que implica la minimización de faltas propias y la justificación discursiva de decisiones, junto con la tendencia a atribuir los éxitos únicamente a la gestión personal y los fracasos a factores externos.
Frecuentemente, estos líderes consideran que el cargo legitima cualquier acción, incluso si va en contra del interés público, apoyándose en círculos cercanos que refuerzan decisiones y evitan críticas. La política, en este contexto, se enfoca en la imagen personal y en eventos masivos que consolidan la figura del líder, desplazando la discusión de ideas por la exaltación de la personalidad. Estas tendencias pueden desembocar en fenómenos como el autoritarismo liberal, caracterizado por discursos de orden y eficiencia; el populismo, donde el líder se identifica con la “voluntad popular” y deslegitima instituciones; o la tecnocracia arrogante, en la que expertos justifican decisiones excluyendo la participación ciudadana bajo el argumento del rigor técnico.
En definitiva, la soberbia en los cargos públicos panameños no es un accidente aislado, sino el resultado de un sistema clientelista, de una justicia lenta y de una cultura política que asocia la autoridad con la arrogancia. Superar esta realidad exige reformas legales profundas y un cambio cultural que restaure el sentido del servicio público y fortalezca la confianza ciudadana.
El autor es abogado, investigador y doctor en Derecho.
