La solidaridad humana no es un principio de valores negociable, sino un lazo inquebrantable entre los seres humanos. Es ese fuego inextinguible que arde en la moral profunda de una sociedad. Su esencia no es otra que la habilidad desinteresada de tender la mano con generosidad radical. No es un sentimiento caprichoso que se desvanece en el aire; es una cualidad que se moldea, se cultiva y se manifiesta como el deseo de asumir una responsabilidad ética hacia el prójimo, marcando a cada individuo como pieza vital e irremplazable.
Frente al colapso urbano y al caos exacerbado por la respuesta glacial de las autoridades competentes, la solidaridad humana se alza no como una opción, sino como el último bastión capaz de desencadenar un cambio significativo en las instituciones responsables del Plan de Ordenamiento Territorial del distrito de Arraiján. La inacción ha obligado a convertir la empatía ciudadana en el motor de soluciones que nacen desde la base.
El distrito de Arraiján se encuentra inmerso en una crisis palpable, una herida abierta donde la deficiencia en la planificación urbana ha paralizado la movilidad de comunidades enteras, fragmentando sin piedad la vida social y económica. Las arterias viales destacan no por su funcionalidad, sino por su desorden y su infraestructura obsoleta. El tráfico diario no es una simple molestia: es un drenaje constante de horas valiosas de productividad para los más de 300,000 habitantes distribuidos en sus nueve corregimientos. A ello se suma la ausencia crítica de aceras que garanticen la seguridad del peatón, calles oscuras por falta de iluminación y la carencia alarmante de espacios públicos y áreas verdes para el esparcimiento. Todo ello deteriora la calidad de vida y amenaza la seguridad e integridad de las familias, que claman por una transformación real a través del nuevo Plan de Ordenamiento Territorial, cuyo avance y efectividad aún penden de un hilo de incertidumbre.
Esta ausencia de planificación eficaz no es un problema meramente logístico; es una cuestión de vida social. La congestión crónica encierra a los habitantes lejos de sus lugares de trabajo, estudio y atención médica. Sin embargo, en medio de este panorama sombrío, la solidaridad emerge como una fuerza catalizadora. Son los propios residentes quienes, al organizarse, pueden suplir las carencias institucionales: redes vecinales para compartir transporte, jornadas comunitarias de limpieza para rescatar espacios abandonados y convertirlos en parques temporales. Estas acciones son la expresión concreta de un valor puesto en marcha.
El verdadero ordenamiento territorial trasciende la tarea burocrática de trazar líneas en un mapa; implica construir una visión común del espacio con sentido humano y priorizar las necesidades de las personas sobre la especulación y el desorden. La solidaridad humana, al fomentar la empatía y la colaboración, obliga a considerar el impacto de cada decisión urbana, de modo que el diseño de calles, veredas, áreas verdes y parques atienda al peatón, al adolescente que sueña con un futuro prometedor y al adulto mayor que necesita una movilidad más accesible.
En suma, la solidaridad humana es la capacidad indomable de los arraijaneños para actuar como un cuerpo cohesionado, como una voluntad única que definirá si el nuevo Plan de Ordenamiento Territorial será otro documento olvidado en archivos o una verdadera hoja de ruta hacia un futuro más equitativo, seguro y funcional. La transformación de Arraiján, más que una promesa política, es un imperativo solidario: un llamado ético que depende enteramente de la acción coordinada de su gente.
El autor es estudiante de la Maestría en Ordenamiento Territorial para el Desarrollo Sostenible de la Universidad de Panamá.

