Como todas mis mañanas laborales, recientemente comencé escuchando los programas noticiosos de mi preferencia. Luego de un rápido monitoreo llegué a Cuarto Poder, donde se discutía sobre minería y desarrollo minero. La periodista e investigadora Flor Mizrachi puso en serios aprietos al invitado de turno, el exministro peruano de Economía Luis Carranza: ¿Qué hizo bien Perú? ¿Qué hizo mal Panamá? “¡Compleja la respuesta a una pregunta tan sencilla!”, contestó el exministro. Al final, no hubo respuesta concreta.
Creo que esa pregunta debe responderla un panameño, y, con el permiso de quien lee esta pretensión de artículo, me arrogo el derecho —como simple panameñito vida mía— de contestarle a la periodista con una respuesta muy sencilla.
Panamá cometió un error histórico al entregar la administración de su recurso minero a piratas modernos, más interesados en el lucro privado que en el bienestar nacional. Lo que pudo ser una oportunidad para fortalecer la economía y sentar las bases de una industria minera responsable terminó siendo una muestra bochornosa de incapacidad, corrupción y traición a la patria.
No fue la minería en sí el verdadero problema, sino la forma en que se negoció el contrato: un acuerdo claramente favorable a la empresa extranjera y contrario al principio básico de soberanía sobre nuestros recursos naturales. Un contrato leonino, opaco y lesivo, diseñado para enriquecer a unos pocos a costa del futuro de todos.
Este no es un episodio aislado. La historia reciente de Panamá está llena de momentos en los que el Estado ha claudicado ante intereses foráneos. Recordemos que en 1997 se aprobó la Ley 9, que otorgó la concesión original a Minera Petaquilla (posteriormente First Quantum). Ya entonces se advertía que los términos eran desventajosos y carecían de supervisión adecuada.
En 2017, la Corte Suprema de Justicia declaró inconstitucional el contrato-ley que sustentaba la operación minera por violar principios fundamentales del orden legal panameño. Sin embargo, el Ejecutivo ignoró esa advertencia y, en lugar de corregir el rumbo, optó por renegociar en silencio, a espaldas del país. El resultado fue aún peor: un nuevo contrato que no solo repetía los errores pasados, sino que los profundizaba.
La responsabilidad recae directamente sobre el gobierno de turno en aquel momento y sobre los abogados del Estado que, supuestamente, negociaban en nombre del país. En lugar de defender los intereses nacionales, se doblegaron, firmaron con los ojos cerrados —o abiertos y cómplices— e intentaron imponer un documento que no resistía el más mínimo escrutinio legal, económico ni ético.
Lo ocurrido en 2023, con la masiva movilización social y juvenil, no fue casualidad: fue la respuesta histórica del pueblo panameño ante un nuevo intento de saqueo, disfrazado de legalidad y desarrollo. El país se plantó. El país se cansó.
Si ese contrato hubiera sido justo, transparente y diseñado con visión de país, hoy Panamá podría tener una industria minera fuerte, moderna y sostenible, al servicio de nuestras necesidades sociales, educativas y ambientales. En cambio, tenemos una herida abierta, una ciudadanía indignada y un caso emblemático de cómo no se debe gobernar.
Este episodio debe servirnos de lección. Panamá necesita funcionarios capaces, negociadores dignos y una ciudadanía vigilante. Nunca más podemos permitir que los recursos de todos se entreguen como botín a intereses privados o extranjeros con la complicidad de quienes juraron proteger a la nación.
La minería no tiene por qué ser sinónimo de destrucción o corrupción. Pero mientras los piratas sigan al mando y la corrupción sea la norma de conducta del funcionario público, cualquier recurso será solo otra oportunidad para saquear al país.
El autor es ciudadano.

