Nuestra Constitución establece que el salario mínimo debe ajustarse periódicamente para que cubra las necesidades normales del hogar del trabajador, tomando en cuenta las actividades de cada región, y que la ley debe revisarlo de forma periódica.
A partir de 1971, el Código de Trabajo, en su artículo 172, definió que dicho salario es la cantidad mínima que debe pagar el empleador al trabajador por unidad de tiempo y actividad, que dicha suma es inembargable hasta el valor establecido y que debe ser fijada periódicamente por una Comisión Nacional Tripartita, por lo menos cada dos años. Dicho Código ha sido parcialmente modificado en cinco ocasiones (1976, 1981, 1986, 1990 y 1995), sin que se haya alterado el contenido del mencionado artículo 172.
Definitivamente, las necesidades de cualquier hogar aumentan con el paso de los años, pero también lo hacen los subsidios que ofrece el Estado a las familias de menores recursos, tales como mejores medios de transporte, beneficios en los costos de la energía, precios de sostén a algunos alimentos, aportes para la primera vivienda, descuentos a personas de la tercera edad, más y mejores centros de salud, bonos para estudiantes o para mayores de 60 años, el pago obligatorio del décimo tercer mes y un décimo cuarto mes en concepto de vacaciones, entre otros. Estos subsidios no se consideran parte del salario mínimo, a pesar de que en conjunto superan los aportes anuales del Canal de Panamá al Estado, una cifra que no es despreciable.
En pocas palabras, el objetivo original de establecer un salario mínimo ha ido variando cada dos años, más por presiones políticas a ambos lados de la mesa y por la debilidad de los gobiernos de turno, que con base en realidades científicas o matemáticas. Además, no escapa a nuestra cultura popular la tendencia a imponer argumentos mediante insultos, amenazas o improperios, prácticas que en nada contribuyen al análisis técnico que debería prevalecer.
Otro de los grandes desaciertos que persisten en estas negociaciones es confundir desigualdad con pobreza. Ningún ser humano nace igual a otro, y pretender distribuir matemáticamente la riqueza para eliminar la desigualdad económica jamás resolverá la pobreza. Basta observar a países que en las últimas décadas han incrementado la igualdad económica de su población, pero a costa de un empobrecimiento generalizado, como Venezuela y Cuba. Ambos, otrora entre los más prósperos del continente, optaron por confiscar o repartir propiedades, empresas e industrias con el argumento de terminar con la desigualdad. Hoy, el salario mínimo en Cuba es de 2,100 pesos, equivalentes a aproximadamente 17.90 dólares mensuales, mientras que en Venezuela es de 270 bolívares, equivalentes a unos 0.50 dólares al mes. Otro ejemplo extremo es Haití, uno de los países con mayor “igualdad” económica, donde el 90% de sus habitantes no alcanza siquiera un nivel mínimo de bienestar y vive en condiciones de pobreza extrema.
La realidad es que, en los 54 años de vigencia del Código de Trabajo, la Comisión ha logrado consenso solo en tres ocasiones, lo que evidencia un entrampe legal que ha generado más diferencias que soluciones. Los precios de los alimentos varían según la demanda mundial; la inflación externa encarece los bienes importados; la corrupción reduce la inversión en infraestructura; la tecnología transforma la oferta laboral; las manifestaciones públicas ahuyentan la inversión, y el Estado ya no puede seguir aumentando la deuda pública ni sosteniendo indefinidamente mayores subsidios.
Si realmente queremos avanzar hacia salarios dignos y sostenibles, debemos ser creativos, alejarnos de teorías ideologizadas y buscar un sistema matemático que permita al trabajador de menores ingresos superarse dentro de un verdadero mercado libre, donde empresas pequeñas y grandes puedan ampliar sus planillas y los salarios se ajusten anualmente mediante fórmulas claras, medibles y verificables, sin intervenciones populistas, clientelistas ni políticas.
Ya es hora de romper el círculo vicioso de la actual trampa bianual, que —seamos francos— no aporta beneficios ni credibilidad ni al gobierno ni a los sectores laborales o empresariales.
El autor fue ministro de Comercio e Industrias y embajador de Panamá tanto en Washington como en Italia.

