Hubo un tiempo en que China, temerosa de los pueblos del norte, levantó una muralla para protegerse del resto del mundo. Aquella obra colosal cumplió su función militar durante un tiempo, pero su efecto más profundo fue otro: aisló a China de los intercambios humanos, del roce fecundo con otras culturas, y la confinó en la ilusión de su propia suficiencia. Mientras Europa y el mundo islámico se abrían al conocimiento, China permanecía encerrada en su pasado glorioso, protegida pero estancada.
Toda muralla física termina siendo también una muralla mental. Y cuando una nación levanta muros para protegerse del extranjero, suele terminar protegiéndose del cambio, del aprendizaje y del futuro. Los muros separan cuerpos, pero, sobre todo, separan ideas.
Estados Unidos, al insistir en construir un muro que lo separe de sus vecinos, repite, quizás sin saberlo, un gesto antiguo: el del poder que teme perder su pureza y se encierra. Pero no hay grandeza posible en el aislamiento. La fuerza de una civilización está en su capacidad de mezclarse, de aprender, de enriquecerse con lo distinto. El intercambio es el oxígeno del progreso; el encierro, su asfixia.
Y hay una muralla aún más peligrosa que la de concreto: la que se levanta en la mente cuando un pueblo empieza a creer que su raza, su cultura o su religión son superiores a las demás. Ese pensamiento, que parece un acto de orgullo, es en realidad la antesala de la barbarie. De él nacen las guerras, los genocidios y las humillaciones que han ensombrecido la historia. Quien se siente superior deja de aprender; quien desprecia al otro, deja de ser plenamente humano.
Por eso, las murallas —sean de piedra o de prejuicio— no protegen: empobrecen. Ninguna civilización se ha salvado encerrándose. Las que perduran son las que se abren, las que integran, las que entienden que el mundo no se domina, sino que se comparte.
Ojalá que los países que hoy levantan muros recuerden la lección de la historia: todo muro construido para defender la identidad termina erosionando el alma de quien lo erige.
El autor es exdirector de La Prensa

