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Liberal: una palabra secuestrada

El objetivo de este ensayo es aclarar la gran confusión que existe sobre el significado de la palabra “liberal”. Amerita una breve explicación conceptual, semántica e histórica. Gran parte de esa confusión proviene del uso dominante que se le da en el ámbito político y mediático de Estados Unidos, donde “liberal” tiende a designar posiciones progresistas o de izquierda moderada en el espectro democrático. Esta acepción contemporánea contrasta con el liberalismo clásico, nacido en la Ilustración europea, que defendía la libertad individual, el Estado de derecho, la separación de poderes, la economía de mercado y un gobierno limitado, y que constituyó, desde fines del siglo XVIII, el principal motor ideológico de las revoluciones burguesas y la construcción del orden político y económico en Occidente.

El liberalismo clásico es una filosofía integral que coloca la libertad individual en el centro de la vida personal y colectiva. Se articula en dos grandes ramas: la sociopolítica, fundamentada en John Locke (derechos naturales, contrato social y gobierno limitado), y la socioeconómica, desarrollada por Adam Smith (mano invisible, libre mercado y competencia).

En el plano económico, propugnaba la supresión de monopolios, privilegios y barreras proteccionistas para permitir la libre circulación de bienes, capitales y trabajo. En lo religioso e institucional, defendía la separación estricta entre Iglesia y Estado, la laicidad del Estado, la educación pública no confesional y el control civil de los registros de nacimientos, matrimonios y defunciones, hasta entonces monopolio del poder eclesiástico en la mayoría de los países europeos y americanos.

En el ámbito legal y político, el liberalismo clásico apoyaba el Estado de derecho, la importancia de leyes escritas por encima de cualquier autoridad que actúe sin justificación, la igualdad de todas las personas ante la ley y la formación de un sistema de justicia independiente del poder político.

Políticamente, buscaba reemplazar el absolutismo —donde las personas no tenían derechos— por un sistema constitucional en el que se convirtieran en ciudadanos con derechos inalienables, con una clara separación de poderes, representación del pueblo y elecciones regulares para elegir a sus gobernantes. El fin último del Estado, según esta doctrina, no era otro que garantizar, mediante instituciones sólidas y políticas públicas adecuadas, los derechos fundamentales a la vida, la libertad y la propiedad privada.

A finales del siglo XIX, los males sociales de la industrialización (pobreza masiva, explotación laboral, trabajo infantil) dieron origen al liberalismo social o “nuevo liberalismo” (T. H. Green, L. T. Hobhouse). Este afirmaba que, para tener verdadera libertad, se necesitan ciertas condiciones materiales básicas. Por ello, justificaba que el Estado interviniera de manera activa para disminuir las desigualdades y aumentar las oportunidades. Así, muchos sectores liberales aceptaron que el Estado debía ofrecer educación y salud públicas, regular el trabajo, proporcionar seguros sociales y aplicar impuestos progresivos. El resultado inevitable fue el crecimiento del gasto público, del tamaño del Estado y de la burocracia encargada de gestionar programas y regulaciones.

Con el tiempo, ya sea por convicción ideológica o por cálculo político, una parte significativa del liberalismo fue incorporando elementos progresistas y colectivistas, alejándose notablemente del gobierno limitado y del libre mercado propios del liberalismo clásico.

La progresiva adopción de posturas intervencionistas por parte del liberalismo generó una reacción frontal de los economistas de la Escuela Austriaca (Ludwig von Mises, Friedrich A. Hayek, Murray N. Rothbard) y, en menor medida, de la Escuela de Chicago (Milton Friedman, George Stigler). Estos autores defendieron un retorno riguroso a los principios del liberalismo clásico, rechazando cualquier forma de intervencionismo estatal significativo tanto en la economía como en la esfera social. Se erigieron en los principales baluartes intelectuales del libre mercado, la propiedad privada y las libertades individuales, elaborando un cuerpo teórico que sirvió de antídoto ideológico frente a las doctrinas colectivistas estatistas del siglo XX: comunismo, socialismo y fascismo.

Desde inicios del siglo XX, la doctrina progresista y colectivista fue impregnándose en las élites políticas y académicas de Estados Unidos. Con el paso del tiempo, ciertos medios comenzaron a llamar “liberales” a quienes defendían políticas de justicia social. Ante esta confusión semántica, los liberales clásicos y defensores del libre mercado decidieron adoptar el término “libertario” para rescatar y destacar los principios originales del laissez-faire y establecer, ante la opinión pública estadounidense, una distinción nítida con aquellos progresistas que ahora se conocen como “liberales”.

El autor es abogado.


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