Cuando Trump amenazó con tomar el Canal a principios de año, algunos panameños lo aplaudieron, convencidos de que Panamá merecía las afrentas por ser un país con altos niveles de corrupción. Según estas opiniones, una intervención de Estados Unidos ayudaría a “poner orden” en el país. Si bien el tema amerita un debate complejo, lo cierto es que hoy la corrupción ocupa un lugar privilegiado en la agenda pública. Encuestas del Cieps la ubican en primer lugar entre los problemas del país, y una medición reciente de La Estrella de Panamá mostró que para el 34% de la población es el problema más urgente, incluso antes que el desempleo, el costo de vida o la educación. La lógica parece ser que todo problema deriva de ella, por lo cual eliminarla haría que el país “funcionara”.
Esta centralidad de la corrupción no es casual. En los años ochenta y noventa, con los programas de ajuste estructural, organismos como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y, más adelante, el Banco Interamericano de Desarrollo, impulsaron la idea de que el problema del llamado subdesarrollo no era la desigualdad en el sistema global ni la dependencia económica que este genera, sino la falta de “buena gobernanza” y la corrupción local, entendidas en parte como rasgos culturales que debían erradicarse de nuestros países “indisciplinados”. En Panamá, este enfoque se consolidó junto con privatizaciones y desregulaciones, bajo el mantra de que atraer inversión requería “limpiar” las instituciones y mejorar los índices de percepción, dejando aspectos cruciales del modelo de desarrollo en segundo plano. Así se instaló una narrativa enfocada no en las estructuras económico-políticas que condicionan la vida del país, sino en la conducta de funcionarios y políticos.
Indudablemente, la corrupción desvía recursos colectivos, distorsiona las prioridades del gasto público, deteriora instituciones y erosiona la confianza ciudadana; sin embargo, identificarla como la raíz de todos los males resulta problemático. Académicos de diversas disciplinas han estudiado cómo el discurso anticorrupción es más que un clamor moral: también es un instrumento político que legitima jerarquías globales, invisibiliza relaciones de poder y refuerza desigualdades.
Khorshed Alam, comunicólogo bangladesí, ha señalado cómo los informes de Transparencia Internacional y su conocido Índice de Percepción de la Corrupción alimentan un imaginario en el que el Sur global es intrínsecamente corrupto y el Norte aparece como modelo de transparencia. El politólogo Aram Ziai ha descrito este proceso como un mecanismo de construcción de un “Otro” inferior: países supuestamente incapaces de autogobernarse y que, por ello, deben ser tutelados y corregidos. No sorprende entonces que algunos panameños piensen que Washington tiene derecho a “disciplinarnos”. Sin embargo, los escándalos internacionales de evasión fiscal, los flujos ilícitos en grandes bancos del Norte global y las reglas desiguales del comercio internacional evidencian que el problema no se limita al “tercer mundo”, como también explica el antropólogo Jason Hickel.
En The hollowness of anti-corruption discourse, Mlada Bukovansky muestra que el consenso internacional anticorrupción reduce problemas complejos a un marco tecnocrático de reglas y monitoreo. Así, la transparencia y la lucha anticorrupción limitan el debate público a estos aspectos, mientras silencian cuestiones de fondo como la concentración de la riqueza, el diseño fiscal o el rol del capital transnacional, como también ha estudiado el politólogo sudafricano Roan Snyman.
En regímenes autoritarios, la anticorrupción sirve como arma para purgar rivales y concentrar poder; en democracias frágiles, advierte el politólogo Thomas Carothers, se reduce a un eslogan electoral vacío. Panamá es un buen ejemplo: cada elección viene cargada de promesas anticorrupción que nunca derivan en cambios profundos y que alimentan la antipolítica. La retórica legalista y moralizante ignora las causas sistémicas de los problemas y, cuando constatamos que nada cambia, la indignación se recicla, crece la idea de que lo público no funciona y de que “todos los políticos son iguales”. Se normaliza entonces la demanda de mano dura o la tolerancia hacia liderazgos autoritarios, lo que erosiona la confianza en la democracia, como ya reflejan datos recientes del Latinobarómetro y del Cieps.
Sin embargo, la corrupción no se resuelve con mano dura ni con manuales de buena gobernanza, porque no es un problema de manzanas podridas, sino de incentivos institucionales y de relaciones de poder históricas y globales, como advierte el politólogo sueco Bo Rothstein. Por ello, la consigna de que “el dinero alcanza cuando nadie roba” resulta engañosa: aun si no se robara un centavo, un modelo económico dependiente del tránsito, del capital y de la especulación financieras, y con un sistema tributario regresivo, difícilmente puede ser socialmente justo o generar bienestar colectivo.
El malestar frente a la corrupción es legítimo y señalar a los corruptos es necesario, pero, paradójicamente, no acabaremos con ella si la convertimos en el centro absoluto del debate. Superar explicaciones totalizantes y simplistas permitiría elevar la discusión hacia aquello que realmente marca nuestro destino: la distribución de la riqueza, el rol de Panamá en la economía global y un modelo de desarrollo atrofiado que —además de beneficiar a pocos y propiciar la corrupción que tanto rechazamos— nos amarra a él como si fuera nuestro único destino posible.
La autora es investigadora del Cieps.

