Un presidente es un dirigente por su capacidad de guiar a la nación hacia el futuro. Puede señalar desde el primer día la dirección en la que avanzaremos los próximos cincuenta años. Pero debe poder también identificar cual es la barrera a ese avance. En este momento, enfrentamos un modelo de país desgastado donde grandes capitales en mancuerna con políticos corruptos monopolizan la posición geográfica para enriquecerse en detrimento de nosotros. En sus primeros 100 días el dirigente asume el compromiso urgente de superar esta barrera y emprender la marcha hacia una nueva y superior forma de organizar la sociedad, antes que sea demasiado tarde para escapar del subdesarrollo.
Cada día que pasa, la brecha con los países de mayor avance tecnológico aumenta, quedando nosotros cada vez más rezagados. El uso de nuestro recurso estratégico más importante, la posición geográfica, se ha relegado a actividades económicas improductivas, que, en vez de potenciar el conocimiento para producir con valor agregado, solo interceptan una porción del valor que transita por el país. Mendingamos al mundo una parte de sus riquezas a cambio de hipotecarle nuestro territorio, las instituciones y a su gente.
Hoy día contamos con una plataforma de servicios desfasada, que funciona con normas y tecnologías del siglo XX, integradas al sistema logístico del Canal, en un mundo que cambia a paso acelerado en el siglo XXI. Es un autoengaño de pensarse como un centro global, cuando desde inicios de siglo degeneramos en un eslabón secundario del mercado mundial.
Un dirigente no puede ser esclavo del pasado, de modelos obsoletos y de quienes se enriquecen con el atraso. Debe enfrentar las presiones de la fracción corrupta de la clase dominante que ha monopolizado la posición geográfica controlando el Estado. Ante la obsolescencia de las actividades que los han enriquecido, buscan que el Estado les compense la pérdida de competitividad de sus sectores, —los servicios legales y financieros offshore, de intermediación comercial desregulada y especulación inmobiliaria—, garantizándoles ganancias endeudándonos.
Un dirigente en los primeros 100 días convierte la visión de un país en un plan que trasciende su periodo de gobierno y a los intereses dominantes. La transición exige aprovechar las potencialidades de la posición geográfica para acortar no solo el tiempo que le toma circular a las mercancías en el mundo, sino también el tiempo que toma producirlas. El desafío es superar el uso del territorio exclusivamente para el tránsito y aumentar su productividad para beneficio de todos.
Un dirigente en los primeros 100 días retoma el control de los sectores estratégicos de la economía —sus puertos, el ferrocarril, la energía, otros— y los pone a disposición de la nación. Invierte las riquezas en transferencia y generación de conocimientos que puedan aplicarse a desarrollar las fuerzas productivas. Esto requiere nueva infraestructura, desde escuelas de calidad y salud preventiva hasta puertos inteligentes y una matriz energética renovable. La finalidad es circular no solo la riqueza ajena, sino la propia, con industrias modernas a lo largo y ancho del territorio y que estén integradas a la economía mundial mediante un nuevo sistema logístico nacional y con una fuerza de trabajo con los más altos estándares de vida.
Un dirigente en los primeros 100 días retira del Estado a los políticos y empresarios adictos al modelo corrupto, para hacer un Estado de vanguardia que planifica estratégicamente el futuro con tecnología y transparencia, abriendo las puertas de la toma de decisiones a la participación popular. Un Estado para dirigir junto al pueblo la transición hacia una nueva sociedad a la altura de los sueños del presente.
Qué lástima que José Raúl Mulino no haya sido un dirigente en estos primeros 100 días de gobierno. Por lo que se vislumbra tampoco lo será el día de mañana.
El autor es politólogo y fue candidato a la vicepresidencia de la República por la libre postulación en 2024.