El escenario actual de posdemocracia en el que el mundo está inmerso registra un debilitamiento global en la calidad media de la democracia, incluso en regímenes consolidados, hasta alcanzar niveles preocupantes, mientras se incrementan las autocracias. Dentro de una amplia gama de aspectos de naturaleza diversa, hay dos que llaman la atención y, a la vez, suscitan perplejidad. Tienen que ver con el peso de la demografía y con la complejidad de los asuntos que enmarcan la acción política. Ambos poseen un componente de clara retroalimentación, están presentes desde hace tiempo y, sin embargo, no parecen recibir la atención que merecen.
En 1960, tres mil millones de habitantes poblaban la Tierra, una cifra que 65 años después se ha multiplicado por 2,7, superando los ocho mil millones actuales, de los cuales el 55% vive en ciudades. Si se consideran los tres países latinoamericanos más poblados, su evolución ha sido aún más dramática. En efecto, la población de Brasil pasó de 72,2 millones a 212 millones (tres veces), México saltó de 38,2 millones a 131 millones (3,4 veces) y Colombia creció de 16,5 millones a 52,9 millones (3,2 veces). Entre los países menos poblados, la tendencia también ha sido significativa: Costa Rica subió de 1,3 millones a 5,1 millones (3,9 veces), Panamá pasó de 1,1 millones a 4,5 millones (4 veces) y Uruguay de 2,5 millones a 3,4 millones (1,4 veces), siendo este último el de menor dinamismo demográfico en la región.
Hoy es de dominio común que vivimos en la época del antropoceno, marcada por el impacto significativo de la acción humana en el planeta. Sin embargo, a lo largo de estos dos tercios de siglo, los cambios institucionales implementados para afrontar el crecimiento demográfico y adecuarlo a una realidad instrumental no han evolucionado al mismo ritmo, con implicaciones evidentes en la agenda pública.
Por ejemplo, la representación política apenas ha cambiado sus pautas, al igual que los procesos de descentralización, que no siempre han estado en sintonía con la evolución social y cultural, ni con las tensiones medioambientales, el pulso por la paridad o el respeto a la diversidad. Algo similar ocurre con el desarrollo de políticas públicas en cuanto a su diseño e implementación, y a la participación de las personas afectadas. Así sucede en aspectos esenciales de la vida cotidiana, como el suministro de agua a ciudades pobladas por millones, el tratamiento de residuos, el transporte urbano o la seguridad ciudadana: asuntos que han crecido de forma vertiginosa en apenas unas décadas.
Las propias ciudades fueron clave en el desarrollo de la experiencia política italiana en la Edad Media, donde se elegían magistrados, se deliberaba colectivamente y se ejercía cierto control sobre las élites, elementos que nutrieron la teoría política y anticiparon, en parte, la democracia pluralista que siguió a los Estados nacionales. No obstante, las ciudades actuales se han transformado radicalmente: sus habitantes tienen poco que decir pese a los procesos democratizadores que proclaman el autogobierno en contextos todavía muy centralistas. Además, abundan las urbes con escasas zonas verdes, barriadas alejadas que obligan a largos desplazamientos diarios y, en algunos casos, controladas por actores informales o delictivos. En paralelo, fenómenos curiosos, como la proliferación de mascotas que quintuplican el número de habitantes, generan nuevas implicaciones sociales y de política pública, todo ello atravesado por la revolución digital.
El segundo aspecto se refiere a la complejidad de los temas que integran la agenda pública. Su socialización parece exigir respuestas pertinentes de una ciudadanía que, sin embargo, es cada vez más fragmentada, atomizada e insolidaria. El funcionamiento de los sistemas de pensiones en sociedades con pirámides demográficas invertidas, la política de salud, la educativa, la de cuidados que confronta lo público con lo privado, las cuestiones fiscales, las relaciones internacionales, la cultura del hiperconsumo o la legalización de ciertas drogas forman parte de una agenda que domina el debate político. Teóricamente, el electorado debería comportarse de manera racional, informado y proactivo, pero la realidad dista mucho de ese ideal.
Puede alegarse que esta situación no es nueva y que lo que ha cambiado es el papel de la intermediación y los atajos cognitivos que antes ejercían partidos políticos, sindicatos u organizaciones empresariales. Bastaba con cierta confianza en esos mecanismos de identidad para garantizar fidelidad. Hoy, esa intermediación ha desaparecido ante el auge de estrategias de polarización en la competencia política, lo que recuerda el cambio epistemológico vivido cuando el marxismo sucumbió ante la prédica neoliberal, imponiendo una jerga centrada en la transversalidad, el mérito y el individuo.
Las actuales formas de comunicación e información configuran un escenario radicalmente distinto al de inicios de siglo, cuando aún no existían las redes sociales ni el mundo digital había alcanzado su crecimiento exponencial. En 2000, solo el 6,7% de la población mundial usaba Internet; hoy lo hace el 67,4%. Además, la pandemia de la COVID-19 polarizó aún más a los votantes y socavó la confianza en las instituciones. Todo ello ha transformado los marcos cognitivos, haciendo que el dominio de la desinformación sea cada vez más evidente. El resultado: sociedades sumidas en una arena marcada por la perplejidad y la incertidumbre, incapaces de comprender con claridad la complejidad de lo que está sucediendo.
Manuel Alcántara es director de CIEPS – Centro Internacional de Estudios Políticos y Sociales, AIP-Panamá. Profesor emérito en la Universidad de Salamanca y en la UPB (Medellín). Últimos libros: El oficio de político (Tecnos, Madrid, 2020) y Huellas de la democracia fatigada (Océano Atlántico Editores, 2024).

