La ciencia tiene momentos de inflexión que obligan a mirar de nuevo lo que parecía dogma. La retractación de un artículo científico considerado piedra angular en la defensa del herbicida Roundup es uno de esos momentos. Durante años, aquel trabajo publicado en 1999 sostuvo que el glifosato no representaba un riesgo para la salud humana. El documento fue citado por reguladores, replicado por otros investigadores y convertido en un argumento sólido para respaldar la seguridad del químico. Hoy sabemos que esa certeza descansaba sobre arena.
No se trata solo de un error científico. Lo que sale a la luz es un potencial caso de captura intelectual. El comité editorial de la revista Regulatory Toxicology and Pharmacology reconoció que hubo participación no declarada de personal de Monsanto en el artículo, y que los estudios utilizados para sustentar la supuesta inocuidad del glifosato nunca fueron publicados. El hallazgo no solo invalida el trabajo, sino que siembra dudas sobre un entramado de investigación influenciada por intereses corporativos que puede haber condicionado decisiones regulatorias durante dos décadas.
El impacto es profundo porque el glifosato no es cualquier sustancia. Es el ingrediente más extendido en herbicidas agrícolas, respaldado durante años por agencias que sostuvieron que no representa un riesgo para humanos. Europa y Estados Unidos no lo han clasificado como carcinógeno, mientras la Organización Mundial de la Salud lo considera probablemente cancerígeno. En este choque de criterios se juega algo más que una discusión científica. Se juega la confianza del ciudadano en los mecanismos que deberían proteger su salud, tan cuestionados desde la pandemia de covid-19.
La Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos minimizó el efecto de la retractación. Alegó que la decisión no modifica su evaluación porque no depende de artículos de revisión para determinar riesgos. Sin embargo, el estudio sirvió como puente hacia otras investigaciones que hoy existen gracias a sus conclusiones iniciales. Es difícil ignorar que la pieza retirada fue una de las más citadas en toda la literatura sobre glifosato. Esa posición permitió que marcara el rumbo del debate y sesgara por años el juicio público.
Es inevitable preguntarse si esta retractación llega tarde. Mientras se acallaba la sospecha de toxicidad, miles de agricultores y jardineros confiaron en un producto que creían seguro. No lo hicieron por negligencia, sino porque la ciencia que se mostraba sólida les decía que no había riesgo. Hoy Bayer, propietaria de Monsanto, ha gastado más de 10 mil millones de dólares para resolver demandas que alegan que el herbicida contribuyó a la aparición de cáncer. La empresa insiste en su inocuidad y defiende la transparencia de sus investigaciones, pero el daño reputacional ya está hecho.
El episodio revive un problema que atraviesa la salud pública moderna. Cuando la investigación depende de fondos privados, el interés económico puede filtrarse en cada fase del conocimiento. La pregunta es incómoda pero necesaria: ¿cuánta de la literatura científica que guía la regulación en Panamá podría estar construida sobre bases similares y promovidas por intermediarios de la salud? Si algo enseñan estos hechos es que la ciencia necesita vigilancia independiente, datos abiertos y un sistema capaz de detectar conflictos de interés antes de que se conviertan en política pública.
El retiro del artículo sobre el glifosato no solo revive el debate sobre cáncer y pesticidas. Golpea el centro del modelo regulatorio que durante décadas ha confiado en la evidencia sin cuestionar quién la produce, quién la financia y con qué propósito. La ciencia adquiere legitimidad cuando se sustenta en transparencia. Cuando las conclusiones se alinean de manera conveniente con intereses comerciales no declarados, la neutralidad del conocimiento queda herida.
El problema no se resuelve con una simple retractación. Las decisiones tomadas bajo la premisa de seguridad continúan afectando a millones de personas expuestas al químico. Los procesos judiciales en Estados Unidos muestran el tamaño de la disputa. Miles de demandantes alegan que el uso prolongado del herbicida contribuyó al desarrollo de linfomas. Jurados estatales han otorgado compensaciones millonarias y Bayer ha buscado blindajes legales para evitar futuros litigios. La solicitud de inmunidad federal en apoyo del gobierno de turno encendió aún más la polémica. Si una empresa responsable de un producto global obtiene protección legal frente a reclamos sanitarios, la balanza se inclinará peligrosamente hacia la impunidad regulatoria.
Los activistas alineados con la estrategia Make America Healthy Again han advertido que un blindaje judicial quebraría su respaldo político. El mensaje es simple: la salud pública no debe subordinarse al beneficio privado. Cuando el aparato estatal se coloca del lado del fabricante en lugar del usuario, se diluye la razón de existir de las instituciones que deberían velar por el bienestar común.
La tensión expone un conflicto de fondo. ¿Qué valor tiene la evidencia científica cuando su origen está comprometido? Investigadores como Naomi Oreskes y Alexander Kaurov han demostrado que el estudio retirado se encuentra entre el 0.1% más citado en la literatura sobre glifosato. Esto significa que alimentó cientos de trabajos posteriores, moldeó regulaciones y dio forma a un consenso que hoy se resquebraja. Para los científicos que cuestionaron la seguridad del compuesto, esa primera señal desvió el debate y retrasó medidas de regulación. La profesora de salud pública de la Universidad de California en Berkeley, Brenda Eskenazi, lo resumió con claridad: “arrancamos en el camino equivocado”.
La pregunta ahora es cómo reconstruir la confianza. No basta con publicar un comunicado y cerrar el expediente. Se necesita un sistema científico que garantice que la evidencia crítica se sostenga en estudios reproducibles y revisiones independientes. Las agencias regulatorias deben asumir que el conflicto de interés es un riesgo real y no una mera formalidad ética. La industria también tiene una responsabilidad que no puede evadir con acuerdos monetarios. Si el conocimiento que respalda la seguridad de sus productos resulta parcial o manipulado, la sociedad tiene derecho a saberlo y a exigir consecuencias.
Este caso deberá servir como advertencia. Nada es más peligroso que la ciencia utilizada para acallar dudas legítimas. El glifosato seguirá en el centro del debate. Lo que está en juego ahora no es solo un herbicida, sino la credibilidad del proceso que define qué consideramos seguro. Si la verdad científica se vuelve negociable por las sectas del tarot científico, perdemos todos.
El autor es médico sub especialista.
