Mulino y RealPolitik

Un artículo reciente publicado por Americas Quarterly argumentó que Panamá debería abandonar su postura actual de cooperación con los Estados Unidos en respuesta a la creciente presión del presidente Trump en relación con el Canal de Panamá. Si bien la preocupación por la soberanía nacional es comprensible —y una que he compartido y defendido con orgullo ante el Consejo de Seguridad de la ONU y en muchas capitales del mundo durante años—, el camino propuesto, enraizado en el aislacionismo y el nacionalismo reactivo, no solo es peligroso. Es estratégicamente insostenible.

La soberanía de Panamá no se defiende replegándose del mundo, ni negándose a dialogar con aliados porque sus solicitudes no fueron formuladas con suficiente cortesía. Y sí —incluso bajo la administración Trump— los Estados Unidos siguen siendo un pilar central del orden internacional. La soberanía no se define por la confrontación reactiva, sino por la capacidad del Estado de afirmar sus intereses con inteligencia, mediante alianzas deliberadas y racionales. La evolución del sistema internacional y las lecciones de la historia lo demuestran una y otra vez: las naciones pequeñas pero estratégicas, como Panamá, no prosperan con espectáculos teatrales ni con confrontaciones vacías disfrazadas de comentarios políticos. Prosperan comprendiendo el equilibrio global de poder tal como es, no como desearían que fuera.

Eso es precisamente lo que ha elegido hacer el presidente Mulino. No se ha replegado ni ha actuado en busca de aplausos en las redes sociales. Ha decidido gobernar como un estadista, anclado en las realidades internacionales, no en las teatralidades domésticas. Es el primer presidente panameño en la era posterior a los Tratados del Canal que enfrenta una crisis de política exterior de esta magnitud con la claridad pragmática de reconocer que no existe una solución elegante, ni una fórmula mágica capaz de resolver todas las dimensiones del reto al mismo tiempo. Esa solución simplemente no existe.

Mientras vemos cómo se desmoronan hábitos tradicionales de la diplomacia internacional —como las “cartas ministeriales enérgicas” o las resoluciones multilaterales—, la respuesta de Panamá ante la retórica sobre la soberanía del canal debe estar moldeada por la gestión diaria de la incertidumbre, la asimetría de poder y las consecuencias imprevisibles de la Ley de Murphy. En este nuevo escenario, Mulino no está improvisando. Está actuando. Como advirtió Metternich, genio de la realpolitik: “La política mundial es la organización de intereses permanentes entre potencias”. Ese es el marco en el que Panamá debe operar. Y ese es el marco que Mulino ha adoptado, no por sumisión, sino por necesidad.

A quienes tildan ese realismo de debilidad o capitulación, seamos claros: Panamá no es una superpotencia. Reconocer este hecho no es derrotismo ni humillación; es una verdad estratégica —y profundamente honorable. Esta verdad debe ser la base de una política exterior inteligente, y no de una que busque gratificación escénica. Y es esta verdad la que el presidente Mulino ha abrazado con convicción, principios y la soledad que solo conocen los líderes en tiempos difíciles.

El presidente Mulino eligió este camino porque Panamá no puede permitirse una estrategia de disonancia que antagonice a Estados Unidos en busca de alianzas vagas con actores dispersos, muchos de los cuales enfrentan sus propias crisis en el tablero geopolítico. El canal no es un arma para blandir cada vez que alguien pronuncia un discurso provocador, sea en el extranjero o en casa. Es un activo global: un corredor de paz e interconexión. Su seguridad, como su futuro, depende de anclar a Panamá en un marco de neutralidad, alineamiento estratégico con socios confiables y, por encima de todo, en un orden internacional basado en reglas. Ese orden está evolucionando rápidamente y no espera consensos internos a cada paso. Panamá no puede quedarse atrapado en posturas estériles ni en narrativas de agravio y resentimiento generacional. Nuestra estrategia debe evolucionar al ritmo del mundo real, no de un mundo que ya no existe.

El error fundamental en el argumento de que Panamá debe ahora “cambiar de estrategia” en respuesta a los tuits del presidente Trump radica en una lectura errónea de la transformación que ha experimentado el país en el último siglo. Ya no somos la zona ocupada de 1903, ni la república intervenida de 1964. Como señaló Kissinger durante las negociaciones del canal en la era Carter, el control continuo del canal por parte de EUA. “parecería puro colonialismo”. Ese capítulo está cerrado. Lo que queda es una Panamá soberana, un país que escoge sus alianzas, define sus términos de cooperación y construye su postura conforme a su interés nacional. Fortalecer la cooperación con naciones democráticas no es una entrega de soberanía. Es su ejercicio más pleno.

Como exviceministro de Relaciones Exteriores, observo a los críticos del presidente Mulino y me pregunto: ¿Dónde estaban cuando el expresidente Varela engañó al embajador de EUA sobre el alineamiento geopolítico de Panamá entre Pekín y Taiwán? La soberanía no debe invocarse solo cuando conviene a una narrativa doméstica. La verdadera autonomía se mide con coherencia y en consonancia con intereses nacionales duraderos, con la capacidad de Estado para protegerlos, y con la madurez para fortalecer la cooperación con otras democracias.

Igualmente errada es la idea de que Panamá debe “trascender la dicotomía EUA–China”. Esa noción ignora una dura verdad geopolítica: las amenazas más críticas a la soberanía panameña hoy no provienen de Washington. Provienen de la asertividad global de regímenes autoritarios que buscan influir en infraestructuras críticas, cadenas de suministro, puertos y sistemas digitales, precisamente porque tenemos un canal que es enteramente nuestro. Y en esa reconfiguración, China no está sola. Nos guste o no, formamos parte de un escenario global definido por una renovada competencia entre grandes potencias. Si esto es o no una nueva Guerra Fría sigue siendo objeto de debate. Lo que no se debate es esto: la competencia entre potencias ha vuelto, y llegó para quedarse. Pretender lo contrario, o creer que la neutralidad puede recitarse como un mantra, no es estrategia. Es autoengaño—un lujo que solo pueden darse quienes nunca han mirado al mundo tal como es.

Del mismo modo, la idea de que Panamá debe alinearse con actores como Groenlandia o Dinamarca —o basar su política exterior en tuits especulativos sobre el Canal de Suez— refleja más romanticismo que realismo. La política exterior debe estar anclada en intereses concretos, no en gestos simbólicos. Y sí, EUA, con todas sus imperfecciones, sigue siendo un aliado democrático clave. Ha estado al lado de Panamá en la construcción y defensa del canal que hoy protegemos mediante un tratado que ambas naciones se han comprometido a respetar. Esa historia no se puede borrar con emoción ni reinterpretar selectivamente. La verdadera respuesta a presiones externas injustas e inesperadas no es romper con nuestros aliados históricos, sino profundizar esas relaciones.

Como escribió el pensador panameño Carlos Chang Marín, “La verdadera independencia no se mide por la soledad, sino por la capacidad de ser libres dentro de un mundo de fuerzas reales”.

No voté por el presidente Mulino. Pero después de verlo —día tras día— mantenerse firme y tomar las decisiones difíciles que imaginó Chang Marín, lo haría.

Panamá no tiene que elegir entre soberanía y prosperidad. Puede —y debe— asegurar ambas. El camino no es el nacionalismo reactivo. Es la “integración inteligente”. Con Trump, y con cada administración que venga, por compleja que sea. Debemos gestionar nuestros intereses sin sucumbir a pasiones internas ni a ilusiones estratégicas disfrazadas de proyectos políticos. Su momento llegará, porque en democracia siempre llega.

Pero ahora mismo, lo que más requiere la estrategia es unidad detrás de nuestro presidente. Y eso no es un eslogan. Es un imperativo nacional.

Panamá necesita una estrategia legítima anclada en la realidad. Y con el presidente Mulino, la tiene. Lo que no necesita es división interna ni aislamiento internacional.


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