Las democracias imperfectas tienen un punto débil: celebran elecciones, pero carecen de la cultura institucional que limita los abusos del poder. Cuando en ese escenario emerge un dirigente con rasgos de narcisismo político combinado con autoritarismo reactivo, la estabilidad del país comienza a erosionarse. No se trata de un problema de estilo, sino de una dualidad psicológica y política que lleva a la autosuficiencia, al miedo a perder el poder y a respuestas autoritarias que buscan proteger una imagen personal más que fortalecer el sistema democrático. Por este camino, el “líder” confunde dos palabras casi idénticas pero contrapuestas: presidencia y prescindencia.
El narcisismo político: la autosuficiencia como máscara
Desde la mitología griega, Narciso encarna al individuo enamorado de su propio reflejo, incapaz de ver el mundo más allá de sí mismo. En política, esa lógica se diluye en distintos matices según el espectro ideológico. Las ultraderechas tienden a atraer a líderes grandiosos que necesitan imponerse; las izquierdas autoritarias, a caudillos redentores que se creen indispensables; las derechas tradicionales, a figuras paternalistas que se asumen guías naturales. De estos matices hay múltiples ejemplos en nuestra América, mientras que los movimientos de centro democrático, gracias a instituciones más fuertes, moderan mejor estos impulsos.
Pero entre todas las variantes, la más peligrosa para una democracia frágil es el narcisismo retaliativo: aquel que responde a cualquier crítica como una ofensa personal y emplea el poder para castigar, intimidar o neutralizar al que discrepa. Es el Narciso que, al sentirse herido, no se repliega: arremete.
La frustración y los complejos: semillas de un autoritarismo reactivo
Cuando la popularidad cae, el líder narcisista no reflexiona ni corrige: reacciona. Su naturaleza emocional lo empuja a endurecerse, a gobernar desde la inseguridad y a cerrar espacios de participación. La pérdida de apoyo social hiere su ego y desata un autoritarismo defensivo:
descalifica adversarios reales e imaginarios,
intimida a los medios,
reduce derechos gremiales,
concentra decisiones en círculos de confianza extrema,
y desmantela mecanismos de control estatal.
No es un proyecto ideológico profundo. Es una respuesta visceral al miedo de perder poder.
Un problema dual: inseguridad interior + poder sin límites
La combinación entre inseguridad personal y concentración de poder produce líderes que no gobiernan desde la prudencia. Ven amenazas donde hay disenso legítimo y confunden vigilancia ciudadana con sabotaje.
En democracias maduras, esta deriva se contiene.En democracias frágiles, avanza sin frenos y destruye lentamente el equilibrio institucional.
Riesgos para el país
Un liderazgo atrapado entre sus complejos y su necesidad compulsiva de control genera daños profundos:
debilitamiento de libertades civiles,
erosión de los contrapesos institucionales,
desaparición de sindicatos y gremios como actores democráticos,
autocensura generalizada,
caída de la gobernabilidad,
y pérdida de credibilidad internacional.
El país termina gobernado por impulsos emocionales, no por políticas públicas.
La posición de la sociedad: del hartazgo a la resistencia, y de allí a la oposición estructurada
En una sociedad agotada, el ciclo suele avanzar del hartazgo a la resignación, y de allí a la resistencia. Pero conviene diferenciar: la resistencia no equivale a una oposición estructurada. Es una reacción espontánea frente al abuso, no un proyecto articulado de alternativa política.
La dificultad aumenta cuando buena parte de la institucionalidad formal —congresos, cortes supremas, tribunales electorales, contralorías— aparece cooptada o intimidada, incapaz de ejercer su papel contralor. Cuando el poder captura a quienes deberían fiscalizarlo, la democracia queda en manos de los ciudadanos.
Aun así, persisten fuerzas capaces de reequilibrar el sistema:
Partidos políticos, aún debilitados, pero con estructuras reactivables.
En este contexto, la democracia requiere nuevas organizaciones políticas.
Organizaciones civiles independientes, cada vez más respetadas por su integridad.
Colectivos ciudadanos y gremios profesionales, que emergen como canales de resistencia organizada.
Un sector juvenil decepcionado, dispuesto a romper la cultura del silencio que sostiene al autoritarismo reactivo.
Medidas de corrección: reconstruir desde la ciudadanía
En democracias incipientes, la corrección no vendrá desde arriba, sino desde una reorganización del tejido social, donde la ciudadanía deja de ser espectadora y se convierte en protagonista del reequilibrio democrático. Ese proceso requiere:
Transformar la resistencia en articulación, mediante plataformas cívicas y políticas con cohesión y propósito.
Deslegitimar la arbitrariedad, recuperando la narrativa pública y evitando normalizar el abuso.
Fortalecer alianzas intergeneracionales, uniendo a jóvenes, gremios, académicos y sectores productivos en un frente democrático común.
Restablecer la cultura de la vigilancia, empujando a las instituciones capturadas a rendir cuentas o exponiendo su inacción.
Exigir integridad electoral real, incluso cuando el árbitro esté debilitado; la presión pública es el principal antídoto.
Preparar el relevo, identificando liderazgos nuevos y creíbles que encarnen el antídoto al narcisismo retaliativo.
La corrección democrática no surge por evolución natural, sino por determinación cívica.
La resistencia es el punto de partida; la articulación política ciudadana en oposición estructurada, el camino; y el voto consciente, el golpe final contra la deriva autoritaria.
“El autoritarismo retaliativo se alimenta del silencio. La democracia, del coraje de quienes deciden romperlo.”— F. Sánchez Cárdenas
El autor es médico.

