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La responsabilidad penal y la responsabilidad política



El camino de la responsabilidad política y la penal se cruzan a menudo, pero no deberían confundirse. Como ríos que fluyen paralelos, ambas formas de rendición de cuentas responden a diferentes necesidades. La política requiere respuestas éticas ante la ciudadanía, la penal exige justicia ante la ley. Confundir estos ríos, como suele ocurrir, no solo debilita nuestro sistema de justicia, sino que también afecta el alma de la democracia.

La responsabilidad política es un compromiso con el pueblo, una promesa de actuar con integridad y eficiencia. No es necesario que se cometa un delito para que un líder deba rendir cuentas, basta con que la desconfianza, la ineficacia o la opacidad se filtren en sus acciones para el convencimiento político-moral de su culpabilidad. Este río prístino es fácil de mancharse. El gobernante debe responder ante la sociedad, aceptando las consecuencias de sus decisiones, ya sea la pérdida de caudal político o la salida del poder. Es un juicio moral entendible por el pueblo, más cercano al alma colectiva que a las frías reglas del derecho.

La responsabilidad penal, en cambio, es más severa, más implacable. Es un río tempestuoso. Es la ley la que habla, y exige pruebas claras de que un delito ha sido cometido. La corrupción, malversación, abuso de poder son actos que deben enfrentarse ante los tribunales, y la justicia decidirá el destino de quienes quebrantan las reglas que protegen a la sociedad. Se guía por hechos nítidos y firmes que conducen a un convencimiento judicial de culpabilidad.

Sin embargo, algunos políticos han aprendido a navegar entre estos dos ríos, usando el respaldo electoral como un puente hacia la impunidad. Cuando se ven atrapados en investigaciones penales, recurren a las urnas, apelan a incidencias sentimentales y a los índices de popularidad para zafarse del debate público de sus acciones. Con el voto y las redes sociales transforman la justicia en un escenario donde se declaran inocentes. Así, convierten sus victorias políticas en escudos contra la responsabilidad, distorsionando el verdadero sentido de su mandato, desviando la atención de sus delitos.

Esta práctica, tiene efectos devastadores para la democracia. El daño es profundo cuando los ríos se diluyen. En lugar de resolver los problemas políticos a nivel ético-social, el debate se traslada a los tribunales. La diferencia entre la responsabilidad política, que exige respuestas ante el pueblo, y la responsabilidad penal, que busca justicia ante la ley, se diluye. Y con ello, también se diluyen los estándares morales que se esperan de los líderes. Por eso no rinden cuentas, confunden la opinión pública convirtiendo la absolución penal en una falsa exoneración política, y la condena penal en una persecución política. Esto no solo afecta la percepción de los ciudadanos, sino que también distorsiona el papel de los jueces. Al transformar la política en una responsabilidad judicial, los jueces se ven forzados a ser árbitros de batallas que no les corresponden. El electorado, la sociedad quienes deberían ser los jueces finales del comportamiento de los líderes, son desplazados, y terminan siendo cómplices pasivos con el endoso del voto producto del engaño de estos hábiles navegantes politiqueros.

Esa navegación es perjudicial, el juicio político, cálido y vibrante, se reemplaza por un frío juicio penal. La política, que se construye en el calor del debate público, no debería ser tratada con la misma rigidez que un proceso penal. Es vital que Panamá distinga claramente estos dos ríos. El apoyo electoral no debe servir como escudo para quienes cometen delitos, ni puede confundirse la absolución penal con la exoneración política. La rendición de cuentas debe ser un faro que guíe a la democracia, no una herramienta para debilitarla. Solo así podremos avanzar hacia un futuro donde política y justicia fluyan en armonía, cada una en su cauce, cumpliendo su papel.

El autor es abogado.


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