En los últimos meses, ha resonado con fuerza la expresión Asamblea Constituyente Originaria. No es una palabra menor: es una noción que sacude estructuras, incomoda privilegios y genera inquietud en los espacios tradicionales del poder político e institucional.
Hace poco, el expresidente Ernesto Pérez Balladares afirmó que Panamá “no está preparada para meterse en ese berenjenal político”, comparando un proceso constituyente con montar un circo mientras el país intenta salir de un atolladero. Él apuesta por reformas parciales y cambios puntuales, evitando —según su visión— comenzar desde cero.
Desde ya es necesario decirlo con claridad: reducir el debate constituyente a la simple elección de constituyentes es una mirada pobre, limitada y peligrosamente simplista. Pensar así es repetir, sin reflexión crítica, los errores del pasado. No podemos seguir estrellándonos contra el mismo muro y luego pretender resolverlo volviendo a tomar carrera.
No se trata de copiar 1946 ni de repetir 1972. Ese es precisamente el problema: creer que solo existen esos dos moldes históricos, cuando el país de hoy es radicalmente distinto, más consciente, más informado y con nuevas formas de organización social. Insistir en fracasos no es prudencia; es miopía política.
Mientras tanto, el Órgano Ejecutivo parece avanzar por un camino igualmente equivocado, con un estilo de gobierno que tiende a concentrar en el Ejecutivo el rediseño del Estado. Hay señales de un intento por madrugar al país mediante un decreto presidencial amparado en el artículo 2.
Por ahora son versiones. Pero, como advierte la sabiduría popular, cuando el río suena es porque piedras trae.
Y aquí radica el error central: ningún presidente puede apropiarse del poder constituyente originario. No lo permite la teoría constitucional, no lo avala la historia panameña y no lo tolera el sentido común democrático. El artículo 2 no es una patente de corso para que un gobernante se disfrace de pueblo; es el reconocimiento de que solo la ciudadanía, reunida en mayoría, puede renovar su contrato social.
La historia nacional es clara. En 1946, una Asamblea Constituyente electa redactó una constitución con valor jurídico formal, pero jamás fue sometida a referéndum. Careció de legitimidad directa y terminó fragmentada por reformas que debilitaron el orden civil. En 1972, la constitución fue impuesta desde arriba, subordinada al régimen militar. En 1983 y 1984 se maquilló mediante pactos de élites, nuevamente sin participación ciudadana real.
La lección es contundente: cuando una constitución nace sin pueblo, muere sin pueblo.
Hoy se pretende repetir el error con menos sustento aún. El actual presidente llegó al poder con alrededor del 33% de los votos válidos. Eso le otorga legalidad para gobernar, pero no legitimidad para hablar en nombre de toda la nación. Gobernar no equivale a encarnar al pueblo.
Cualquier intento de decretar un proceso constituyente amparándose en el artículo 2 está muerto desde su nacimiento. Jurídicamente, la Constitución vigente solo reconoce una vía: el artículo 314. Todo lo demás es un atajo torcido.
El verdadero problema no es si elegimos o no constituyentes. El verdadero problema es que la Constitución vigente está agotada. Ha demostrado ser incapaz de contener el abuso de poder, la captura institucional, los monopolios y un Estado que ya no responde a la realidad social.
Por eso es una falacia presentar la Constituyente como un “berenjenal” evitable. Las constituyentes no nacen en el paraíso: nacen en los infiernos, cuando el orden existente ya no puede procesar sus propias crisis. Panamá vive hoy una crisis económica, social, institucional y ética simultánea.
Negarse a pensar en una Constituyente soberana no es sensatez: es miedo al cambio real. El contrato social solo puede ser renovado por quien lo firmó: el pueblo panameño, mediante un referéndum nacional libre y vinculante.
No hay decreto que sustituya esa voz. La democracia no es una concesión del gobernante; es una conquista del ciudadano. Y cuando un pueblo entiende esa verdad, no hay caudillo ni tramoya que logre arrodillarlo.
En Panamá, tarde o temprano, esa verdad volverá a imponerse: antes morir de pie que vivir arrodillado a lo mismo de siempre.
El autor es estudiante de Derecho y Ciencias Políticas y activista cívico.
