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Niños, pantallas y leyes: un debate que no debe postergarse

Niños, pantallas y leyes: un debate que no debe postergarse
Tiempo excesivo en pantallas modifica a niños

El 1 de diciembre de 2025, la prestigiosa revista científica Pediatrics publicó un estudio que debería encender todas las alarmas en nuestros hogares y en los espacios de toma de decisiones. La investigación mostró que los niños que tienen un teléfono inteligente a los 12 años presentan un 31% más de probabilidad de desarrollar síntomas de depresión, un 40% más de riesgo de obesidad y un 62% más de probabilidades de dormir menos de lo recomendado, en comparación con quienes no tienen un smartphone a esa edad. El estudio, basado en datos de más de 10,000 niños y adolescentes, no establece causalidad directa, pero sí una asociación consistente y preocupante entre el acceso temprano a estos dispositivos y resultados adversos en la salud física y mental.

Estos hallazgos no aparecen de la nada. Desde hace años, pediatras, psiquiatras infantiles y expertos en salud pública vienen advirtiendo que el uso temprano de teléfonos inteligentes y redes sociales interfiere con procesos clave del desarrollo: desde el sueño y la regulación emocional hasta los hábitos de actividad física. No se trata solo de “muchas pantallas”, sino de algoritmos diseñados para captar la atención, reforzar conductas adictivas y desplazar actividades esenciales para el bienestar infantil.

Pocos días después de la publicación de este estudio, Australia dio un paso que ha captado la atención del mundo: desde el 10 de diciembre de 2025, los menores de 16 años tienen prohibido por ley el acceso a las principales redes sociales, incluyendo TikTok, Instagram, Facebook, YouTube, Snapchat, X y Reddit. La medida, sin precedentes a nivel global, fue impulsada explícitamente por preocupaciones relacionadas con la salud mental, el sueño, la exposición a contenidos nocivos y el impacto de las redes sociales en niños y adolescentes.

La legislación australiana, conocida como Online Safety Amendment (Social Media Minimum Age) Act, traslada la responsabilidad a las plataformas tecnológicas, obligándolas a bloquear o eliminar cuentas de menores de 16 años. El incumplimiento puede acarrear multas de hasta 33 millones de dólares estadounidenses, aproximadamente. El objetivo no es castigar a las familias, sino poner límites claros a una industria que ha crecido más rápido que la regulación y que la evidencia científica.

Como era de esperarse, la medida ha generado debate. Hay adolescentes que sienten que pierden espacios de socialización y expresión, y defensores de las libertades digitales que alertan sobre posibles excesos. Sin embargo, el mensaje de fondo es contundente: cuando la evidencia científica señala un daño potencial sostenido, el Estado tiene la responsabilidad de intervenir para proteger a los más vulnerables.

Mientras tanto, en Panamá, la conversación pública parece transitar por otros carriles. En las últimas semanas, la Asamblea Nacional ha estado marcada por disputas internas, bloqueos legislativos y cuestionamientos sobre el manejo administrativo y el uso de recursos públicos. Escándalos que ocupan titulares y generan indignación, pero que poco aportan a la discusión de los problemas que impactan de manera directa la salud y el bienestar de nuestros niños y adolescentes.

En este contexto, hago un llamado a los honorables diputados: al iniciar un nuevo período legislativo, sería deseable que parte de su tiempo, energía y capacidad de consenso se invierta en impulsar leyes que realmente protejan la salud física y mental de nuestros niños y adolescentes. Regular el acceso temprano a redes sociales, limitar el marketing digital dirigido a menores, fortalecer la educación digital en las escuelas y acompañar a las familias con políticas públicas basadas en evidencia no son temas secundarios ni modas importadas. Son decisiones estructurales que definirán el futuro de toda una generación.

La evidencia científica es clara. La experiencia internacional ya está en marcha. Postergar este debate no es prudencia: es omisión. Y la omisión, cuando se trata de niños y adolescentes, también enferma. Las generaciones futuras no recordarán qué escándalos ocuparon la agenda política, sino si los adultos que tenían el poder decidieron —o no— proteger su salud y su bienestar a tiempo.

La autora es pediatra.


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