En las esquinas de Ciudad de México, Bogotá o Lima, es común ver repartidores con mochilas en forma de cubo esperando la próxima notificación en sus celulares. Esta imagen resume la promesa del trabajo digital: independencia, movilidad y conexión. Para muchos, esta modalidad laboral representa una vía de escape frente al desempleo o la informalidad tradicional. Sin embargo, detrás de la narrativa de modernidad se esconde una realidad ambigua.
La economía gig se refiere a un mercado laboral caracterizado por empleos de corto plazo y pagos por tarea, coordinados a través de plataformas digitales que conectan a trabajadores con clientes. Estas tareas pueden incluir entregas, transporte, asistencia doméstica o servicios profesionales en línea. En América Latina y el Caribe este tipo de empleo ha crecido con rapidez, impulsado por la expansión de internet, la falta de empleo formal y, sobre todo, la crisis provocada por la pandemia de COVID-19. En una región sin mecanismos universales de seguro de desempleo, el trabajo en plataformas digitales funcionó como un salvavidas.
Oportunidad para unos, barrera para otros
En América Latina y el Caribe la transformación tecnológica avanza con fuerza, pero no siempre de manera equitativa. Tal como advierte el Informe Regional sobre Desarrollo Humano 2025, Bajo presión: Recalibrando el futuro del desarrollo, elaborado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), el impacto de las nuevas tecnologías en el empleo abre oportunidades, pero también profundiza vulnerabilidades.
No hay duda de que estas plataformas han abierto caminos donde antes había obstáculos. Jóvenes sin experiencia laboral, migrantes con dificultades para convalidar títulos, mujeres con responsabilidades de cuidado y habitantes de ciudades pequeñas encuentran en estas aplicaciones una forma de generar ingresos. Su atractivo radica en la flexibilidad y en los bajos requisitos de entrada. Conectarse en los horarios disponibles, combinar actividades y evitar los filtros del empleo formal ofrece una adaptabilidad valiosa en contextos de alta vulnerabilidad.
Sin embargo, el potencial de generación de ingresos esconde profundas carencias estructurales. El trabajo gig se caracteriza por ingresos bajos y volátiles, falta de contrato laboral y ausencia de protección social. En este modelo la plataforma actúa como intermediaria, lo que excluye a los trabajadores de la protección que la legislación laboral garantiza a los asalariados.
En Montevideo, por ejemplo, un conductor de Uber puede ganar menos que un taxista convencional al contabilizar horas efectivas, combustible, mantenimiento y tiempos de espera. Además, el pago por tarea implica que parte de la jornada —como conectarse, esperar pedidos o preparar propuestas— no es remunerada. En plataformas como Workana, que conecta a freelancers con clientes de servicios digitales, los trabajadores destinan hasta un tercio de su tiempo a actividades no pagadas, y aun así enfrentan dificultades para acceder a proyectos si carecen de buena calificación o compiten con colegas de países de menores costos.
A esto se suma el poder de monopsonio de las plataformas: pocas empresas determinan las reglas del juego y las condiciones de acceso al trabajo de millones. La reputación digital se convierte en moneda de cambio, pero es frágil y opaca. Malas calificaciones, desconexiones arbitrarias o cambios en los algoritmos pueden dejar a un trabajador sin ingresos ni explicaciones, sin mecanismos efectivos de apelación.
Nuevas formas de exclusión
Aunque inclusiva en algunos aspectos, la economía gig también refuerza desigualdades. El acceso a internet, a dispositivos digitales y a habilidades tecnológicas sigue siendo desigual en la región. Las personas en zonas rurales o con infraestructura limitada enfrentan barreras casi insalvables.
La participación femenina cae drásticamente en plataformas que requieren presencia física, donde los riesgos de acoso y la falta de seguridad desincentivan su incorporación. Además, los trabajadores con bajo nivel educativo o sin dominio del inglés quedan excluidos de las mejores oportunidades en plataformas globales. La paradoja es clara: quienes más necesitan estas opciones son quienes más obstáculos enfrentan. Al operar en un vacío regulatorio, estas plataformas corren el riesgo de convertirse en una nueva cara de la vieja informalidad.
De la excepción a la norma
El trabajo en plataformas digitales ya no es novedad: se ha consolidado como forma de empleo urbano en la región. Pero su expansión sin regulación erosiona los principios básicos de protección del trabajo digno. No se trata de frenar la innovación, sino de encauzarla: reconocer que la tecnología puede ser motor de desarrollo solo si se acompaña de políticas públicas que garanticen dignidad, protección y equidad.
Repensar el marco normativo del trabajo digital es urgente. Esto implica reconocer jurídicamente la relación laboral cuando corresponda, ampliar los mecanismos de protección social para independientes, garantizar transparencia algorítmica y promover la organización colectiva en este nuevo ecosistema. Sin estas acciones, el trabajo en plataformas seguirá siendo un espejismo: una promesa de inclusión que, en la práctica, reproduce exclusión con nueva interfaz.
En última instancia, la pregunta no es si las plataformas digitales deben quedarse, sino cómo queremos que lo hagan. Como herramienta de prosperidad o como engranaje de una precariedad más sofisticada. Y esa respuesta, más que tecnológica, dependerá de las decisiones de política pública.
Mariana Viollaz es Investigadora Senior del Centro de Estudios Distributivos, Laborales y Sociales (CEDLAS) de la Universidad Nacional de La Plata, Argentina.
Camila Olate es Especialista de Políticas del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) para América Latina y el Caribe.


