Casi cinco años después, y con un golpe rudo del avión de Copa en tierra, llegué a suelo panameño. Me sorprendió lo moderno y brillante de la Terminal 2 del aeropuerto y el trasiego de viajeros que se arriman a nuestra tierra en busca de descanso y disfrute. Recogida la maleta, me esperaba el cariño de los míos, de los de sangre, que te miman y de consienten como si no te hubieras ido nunca: carimañolas, bon, pesá de nance y pan de pasitas para volver directo a la infancia.
Encontré intacto, pandemia de por medio, corruptelas y nuevos desgobiernos, el afecto de mis amigos de letras, libros y largos cafés y conversaciones y clandestinidades culturales, literarias y hasta políticas, porque, como dijo Javier Cercas el domingo en su discurso de ingreso en la RAE, “La palabra idiota procede del griego ‘idiotes’, que significa persona que solo se ocupa de lo suyo y se desentiende de lo común, es decir, de lo público, es decir de la política. Hoy, como siempre, un escritor de verdad puede ser cualquier cosa, menos un idiota”.
Panamá de cerca, hablando con ciudadanos de tantas esferas, edades y sensibilidades, tienen la sensación de que lo peor está por venir. No hay esperanzas muy firmes en este nuevo gobierno de rofiones y alcaldes taquilleros y ministros necios como un ladrillo: da la sensación, en general, de que en cualquier momento, el suelo se abrirá bajo nuestros pies llevándonos al caos “con paso firme”.
Ojalá que todos estemos equivocados y que las cosas vengan bien dadas. No se trata de tener razón, sino de que a todos nos vaya bien como país, aunque los números y previsiones solo pinten bien para los de siempre. Ojalá que la próxima vez me encuentre un país donde de verdad brille la educación y la salud no sea un privilegio. Ojalá que, de cerca, la próxima, la esperanza se haya tomado las calles de mi tierra.
El autor es escritor.