Panamá registró el mayor aumento de pobreza en toda América Latina: 1.9 puntos en pobreza total y 0.8 en pobreza extrema, justo cuando la región mostraba mejoras. Panamá, junto con Argentina y Ecuador, retrocede mientras América Latina avanza. Esto no es una fluctuación estadística: es el colapso de la movilidad social.
El Panorama Social 2025 de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) confirma este retroceso. Mientras Brasil, Costa Rica, Honduras y México redujeron la desigualdad, el coeficiente de Gini de Panamá empeoró significativamente en 2024.
La incapacidad de la economía panameña para generar empleo formal es el núcleo del problema. El estudio Un sexenio perdido, de Fudespa y Jóvenes Unidos por la Educación, documenta que entre 2012 y 2024, por cada empleo formal perdido, se crearon tres plazas públicas y nueve informales. Esto no es desarrollo económico; es deterioro institucional. Para un joven del quintil más pobre, la probabilidad de ascender económicamente se desplomó. Miles de ninis aumentan cada mes en un mercado laboral que premia la precariedad y castiga la aspiración de formalidad.
A ello se suma una causa estructural devastadora: casi 500 días de clases perdidos entre 2020 y junio de 2025. Cuatro crisis consecutivas —pandemia, huelga docente, crisis minera y protestas— destruyeron dos años completos de escolaridad presencial, afectando a cientos de miles de estudiantes y fracturando la principal herramienta de movilidad social del país. La educación perdida no es un paréntesis: es una herida generacional.
La recuperación exige una estrategia en tres ejes.
Primero, nivelación académica intensiva mediante programas remediales y tutorías personalizadas, especialmente en los quintiles más pobres. La educación no se recupera sola: requiere intervención sistemática con metas trimestrales.
Segundo, vincular formación técnica con empleo formal real mediante alianzas público-privadas que aseguren inserción verificable. No más certificaciones sin valor; se necesitan trayectorias laborales formales y pasantías remuneradas con posibilidad real de contratación.
Tercero, incentivos fiscales agresivos para la formalización juvenil combinados con sanciones efectivas a la informalidad. Sin consecuencias reales, toda política será cosmética.
Las comarcas indígenas y las mujeres jóvenes enfrentan barreras adicionales que requieren intervención territorial inmediata: infraestructura educativa de emergencia, conectividad digital garantizada y programas de empleabilidad culturalmente adaptados. Las políticas de género deben eliminar barreras reales y promover igualdad salarial verificable.
Con la deuda pública por encima del 60% del PIB, estas intervenciones deben financiarse mediante reasignación presupuestaria hacia programas con retorno medible. No se requieren nuevos programas, sino prioridades claras.
La movilidad social bloqueada genera pobreza heredada, erosiona la cohesión social y perpetúa la informalidad. Ya no es solo una crisis de equidad: es una crisis de sostenibilidad democrática. Un país donde el quintil de nacimiento determina el destino no puede considerarse una democracia funcional.
La pregunta ya no es si actuamos, sino cuándo. Cada mes de inacción amplía las brechas y cierra oportunidades. La ventana se cierra: o intervenimos ahora o aceptamos que la desigualdad creciente es nuestro único futuro garantizado.
La autora es dirigente cívica y mentora de Jóvenes Unidos por la Educación (JuxlaE).
