Durante más de dos décadas, hemos sido uno de los países de mayor crecimiento en América Latina. Nuestro producto interno bruto (PIB) ronda los $80 mil millones, con tasas que superan el 5% anual y un ingreso per cápita cercano a $18 mil. Apoyamos nuestra economía en tres pilares: servicios financieros, logística y el Canal de Panamá. Todo parece funcionar con precisión macroeconómica.
Sin embargo, estas cifras esconden una contradicción profunda. El país crece, pero su población no progresa al mismo ritmo. La riqueza se concentra y el bienestar se estanca. El 20% más rico concentra más de la mitad del ingreso nacional, mientras el 20% más pobre apenas recibe el 4%. El índice de Gini, que mide la desigualdad, se mantiene cerca de 0.49, uno de los más altos de la región.
Aunque destinamos alrededor del 9.7% del PIB a salud y educación, los resultados no reflejan ese esfuerzo. La fragmentación institucional del sistema de salud genera desigualdad. En educación, la brecha es evidente: mientras algunos colegios privados alcanzan estándares internacionales, muchas escuelas públicas carecen de maestros, materiales y condiciones dignas.
Desde una mirada médica, la economía se parece a un cuerpo con buen metabolismo pero mala circulación: el corazón bombea con fuerza, pero la sangre no llega a todos los tejidos. Por eso, zonas semiurbanas, rurales, indígenas y agrícolas sufren una anemia crónica.
Países con menor riqueza —como Uruguay o Costa Rica— demuestran que el desarrollo depende menos del tamaño del PIB y más de cómo se distribuye. Allá, la inversión social no es un gasto, es un cimiento del crecimiento. Con mayores recursos, nosotros aún no logramos traducir nuestra prosperidad en bienestar colectivo.
El contrasentido del acaparamiento
Existe una lógica equivocada que asocia la concentración de riqueza con el progreso. En realidad, el acaparamiento obstaculiza el mismo crecimiento que dice promover. Cuando el ingreso se queda en pocas manos —como ocurre hoy—, se reduce el consumo.
Ese egoísmo económico termina siendo antieconómico: un país donde solo prospera una minoría no puede sostener su dinamismo, porque la prosperidad necesita circulación, no concentración.
En palabras del papa León XIII, en su encíclica Rerum Novarum, este contrasentido económico es también una ceguera moral y una forma de crueldad estructural, donde la abundancia se vuelve indiferente al dolor ajeno.
La historia enseña que la riqueza sin justicia termina siendo pobreza para todos, porque destruye la confianza y erosiona la base humana de cualquier sistema económico.
El peso del trabajo y la desigualdad del capital
Según datos oficiales, el 76% del ingreso de los hogares panameños proviene del trabajo, mientras solo una cuarta parte surge de rentas, intereses o dividendos. Esto significa que la mayoría depende exclusivamente de su esfuerzo diario, mientras una minoría ve crecer sus ingresos por el rendimiento del capital.
En consecuencia, la riqueza, que se refleja en las cifras del PIB, crece más rápido que el salario, y la desigualdad se vuelve estructural. La economía avanza en cifras, pero la mayoría de los hogares permanece atrapada en la sobrevivencia, sin capacidad de ahorro ni movilidad real.
Por eso, Omar Torrijos decía:
“Nadie sale a la calle gritando ¡viva el PIB!”
El crecimiento solo tiene valor cuando se traduce en dignidad y oportunidad para todos.
La familia como espejo
Panamá se parece a una familia con ingresos altos pero con padres irresponsables. Los recursos se gastan en los deseos de unos pocos, mientras el resto carece de oportunidades. Los hijos —los ciudadanos— no tienen futuro. En esa casa, las cuentas bancarias crecen, pero también el hambre y la frustración.
El bienestar social no tiene otra forma de financiamiento que no sea a través de las riquezas que produce el país, y nunca será real ni sostenible endeudando al Estado, ni repartiendo subsidios eternos, y mucho menos con la ley del embudo: lo ancho para unos pocos y lo estrecho para la mayoría. El equilibrio lo dan las oportunidades, que deben brindarse atacando los factores determinantes de la pobreza, como la falta de buena educación, salud, trabajo, salarios dignos, servicios básicos y seguridad.
Pero también hay un mea culpa, ya que muchos de los que hemos estado en posiciones políticas importantes hemos caído en el error de creer que el desarrollo social es un subproducto automático del crecimiento económico hacia los sectores menos favorecidos.
Es digno de estudio por qué nuestros expertos en economía y finanzas, la mayoría egresados de prestigiosas universidades norteamericanas, mantienen el estado de “deudocracia” con estancamiento social.
Nuestros gobernantes y expertos deben hacer un injerto de sensibilidad social en los futuros PIB. Ya sabemos cómo hacer crecer la economía; queremos que siga creciendo, pero necesitamos, de manera urgente, que aprenda a ser equitativa.
No tenemos un problema de crecimiento: carecemos de visión y prioridades. Un modelo que mide su éxito solo por los números e ignora la calidad de vida de su gente termina generando desconfianza y pérdida de cohesión.
El desafío está claro: transitar de la acumulación al desarrollo, de la estadística a la dignidad. Panamá merece —y tiene que lograr— un mejor bienestar general.
El autor es neurocirujano y analista de políticas públicas.

