América Latina y el Caribe atraviesa una transformación demográfica acelerada: la reducción de las tasas de natalidad y mortalidad, junto con el aumento de la esperanza de vida, está dando lugar a una población cada vez más envejecida.
En este contexto, la situación de las juventudes rurales adquiere especial relevancia. La migración persistente del campo hacia las ciudades, lejos de disminuir, se intensifica, profundizando desigualdades y debilitando a las comunidades rurales.
Este éxodo tiene múltiples causas. Las zonas rurales arrastran históricas carencias en infraestructura, servicios básicos, conectividad, oportunidades educativas y laborales. A ello se suma la escasa representación juvenil en los espacios de decisión, así como un imaginario social que asocia la vida urbana con progreso. Sin perspectivas de desarrollo, los jóvenes rurales optan por migrar a ciudades intermedias, capitales o incluso al extranjero, muchas veces hacia trabajos informales y entornos de precariedad.
El fenómeno no solo afecta a quienes se van. También golpea a los territorios de origen: pérdida de capital humano, ruptura del relevo generacional en la agricultura, deterioro del tejido comunitario y abandono de tierras productivas. Al mismo tiempo, las ciudades receptoras enfrentan la sobrecarga de servicios, expansión desordenada y nuevos focos de exclusión.
Frente a este panorama, urge cambiar el rumbo con acciones concretas y articuladas que coloquen a la juventud rural en el centro de una estrategia de desarrollo sostenible.
Revertir el éxodo no significa impedir la movilidad, sino crear alternativas reales para que quedarse también sea una opción deseable. Esto requiere, en primer lugar, fortalecer las condiciones básicas para la vida en el campo: inversiones en transporte, conectividad digital, salud, vivienda, acceso a la tierra y educación.
Para generar un círculo virtuoso de crecimiento se necesitan, además de políticas públicas sólidas, la articulación del sector privado, las organizaciones comunitarias y la cooperación técnica internacional.
Un eje fundamental de esta transformación es la educación secundaria y técnica en áreas rurales, el aprovechamiento de los nuevos conocimientos generados en la frontera de la ciencia y el aporte de las universidades. La educación debe ser pertinente, de calidad y alineada con los desafíos del siglo XXI, incorporando saberes digitales, innovación agropecuaria y vínculos con el entorno productivo.
Las universidades tienen un rol clave como generadoras de conocimiento y agentes de articulación territorial. Fortalecer los sistemas nacionales de ciencia, tecnología e innovación en conexión con la ruralidad permitirá aprovechar el potencial transformador del agro digital y de las biociencias aplicadas al campo.
Otro componente esencial es el impulso a un ecosistema de agroemprendimientos juveniles. Para ello se requieren políticas de apoyo productivo, financiamiento accesible, formación técnica y acompañamiento integral. Este ecosistema debe facilitar el acceso a tierras, infraestructura y mercados, al tiempo que promueva sostenibilidad, inclusión de la mujer rural y participación comunitaria.
El sector privado debe ser convocado como aliado en la creación de empleo y dinamización económica, mientras que la cooperación internacional puede contribuir con recursos, formación y transferencia de tecnologías.
En suma, se trata de reconocer a los jóvenes rurales como protagonistas del futuro. Desarrollar sus capacidades, garantizar su derecho a elegir dónde y cómo vivir, e integrarlos en las estrategias de desarrollo del campo es indispensable para revertir las tendencias actuales. Apostar por la juventud rural es apostar por la cohesión social, la seguridad alimentaria y la sostenibilidad de toda la región.
El tiempo de actuar es ahora.
Manuel Otero es director general del Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura (IICA); Jorge Werthein es asesor especial del IICA y Sandra Ziegler es consultora.



