Hace unos días escuché una charla TED que me dejó pensando durante horas. Se titulaba “Por qué debemos pasar menos tiempo con nuestros hijos”, de Lenore Skenazy. Confieso que, al principio, el título me generó curiosidad. ¿Menos tiempo con mis hijos? ¿Cómo podría algo así tener sentido? Pero, al avanzar en su discurso, entendí que detrás de esa frase provocadora había una invitación profunda: reflexionar sobre cuánto espacio les damos realmente a nuestros hijos para ser, crecer y descubrir el mundo por sí mismos.
Como padres, no hay duda de que queremos lo mejor para ellos. Los cuidamos con devoción, los protegemos del peligro, intentamos evitarles todo sufrimiento. Pero ¿en qué momento ese amor se transforma en miedo? ¿Hasta qué punto nuestras propias inseguridades comienzan a moldear la forma en que ellos enfrentan la vida?
Vivimos en una época en la que acompañamos —o más bien, vigilamos— cada paso de nuestros hijos. Revisamos constantemente las cámaras de la escuela, del cuarto o de la casa; instalamos AirTags para conocer su ubicación exacta y supervisamos cada movimiento desde el celular. Les decimos cómo deben jugar, con quién pueden hacerlo y les resolvemos los problemas antes de que aprendan a enfrentarlos. Sin darnos cuenta, les hemos quitado la posibilidad de aburrirse, de resolver conflictos entre amigos, de caerse y aprender a levantarse. Les hemos robado, sin querer, ese pequeño pero necesario margen de libertad donde se forman la autonomía, la curiosidad y la confianza en sí mismos.
Lenore Skenazy, en su podcast, recuerda con nostalgia el mundo donde los niños tenían su propio espacio: jugaban en la calle, inventaban reglas, resolvían peleas y se convertían en exploradores de su entorno. Los adultos, mientras tanto, tenían el suyo: hablaban de política, de trabajo o de temas que los niños encontraban aburridos. Y, aun así, existían momentos de encuentro genuino —las cenas, los fines de semana, las vacaciones familiares— donde se compartían historias, risas y aprendizajes.
Quizás sea tiempo de recuperar algo de eso. De volver a confiar en que nuestros hijos pueden, si les damos la oportunidad. Que necesitan equivocarse para aprender, aburrirse para imaginar, intentar para descubrir de lo que son capaces. Porque la seguridad absoluta no existe, pero sí puede existir un entorno seguro donde ellos exploren, se equivoquen y crezcan.
Nuestros miedos, aunque nacen del amor, pueden transformarse en las jaulas más invisibles y pesadas. Cuando los sobreprotegemos, les enseñamos que el mundo es peligroso y que ellos no son capaces de enfrentarlo sin nosotros. Pero cuando confiamos, cuando les damos un poco más de aire y libertad, les mostramos que creemos en ellos. Y ese mensaje —“confío en ti”— puede marcar la diferencia entre un niño inseguro y uno capaz de construir su propio camino.
Como padres, no podemos evitar sentir miedo. Pero sí podemos elegir qué hacer con él. Podemos transformarlo en una fuerza que inspire, no que limite. Podemos criar desde la confianza, no desde la desconfianza.Porque, al final, ser padres no es sostenerlos todo el tiempo, sino enseñarles a sostenerse por sí mismos. Al encontrar el equilibrio justo entre protección y libertad, los ayudamos a convertirse en personas fuertes, seguras y solidarias.
La autora es pediatra.


