A escasos meses de haber asumido la presidencia de Estados Unidos, Donald Trump, mediante decretos ejecutivos, ha sacudido las estructuras económicas y políticas del mundo. Con una visión mesiánica sobre el destino y papel global de su país, intenta —utilizando el poderío económico— otorgarle a Estados Unidos un rol geopolítico hegemónico, imponiendo condiciones comerciales y políticas, ya sea mediante aranceles o condiciones irracionales a países más débiles, como el caso de Panamá. En otras ocasiones, recurre a sofismas surgidos de su visión autoritaria para alcanzar objetivos que, según su muy personal criterio, son beneficiosos y necesarios para Estados Unidos, sin importar si ello afecta a sus socios o a sus adversarios.
Pero el mundo no es Nueva York, donde puede moverse como pez en el agua, ni un reality show. El mundo es un escenario más complejo, donde una urdimbre de intereses, pensamientos e ideologías interactúan diariamente, generando consecuencias, en algunos casos, inesperadas. No entraré en ese tema. Lo que plantearé es que existe un paralelismo entre lo que conocemos como fascismo y las ideas, visión y objetivos del presidente Trump, con las variaciones propias de las circunstancias y el tiempo.
El fascismo nació en Italia como corriente y doctrina política, cuyo principal gestor fue Benito Mussolini. Se caracteriza por varios elementos esenciales. Es una postura política profundamente autoritaria, que justifica dicho autoritarismo en la necesidad de crear un Estado fuerte e incluyente, en el cual el individuo se funde con la voluntad del Estado. Se le atribuyen al Estado características que le otorgan un significado subjetivo especial, de forma tal que el individuo se sienta comprometido, orgulloso y existencialmente unido a él. Slogans como “Hacer a Estados Unidos grande de nuevo” llevan implícita esa misma motivación.
Desde esta óptica, la política general del gobierno de Trump busca engrandecer, demostrar fortaleza, control y dominio de Estados Unidos, tanto interna como externamente. Para lograrlo, el fascismo clásico recurre a la fuerza, imponiendo condiciones a los más débiles. Parte de la idea de que el hombre fuerte —el Übermensch de Nietzsche— debe controlar y eliminar a los débiles, incluidos los intelectuales, pues el instinto basta y la razón estorba. Estas tonalidades son evidentes en el comportamiento de Trump. Él ha afirmado que los perdedores son quienes se rinden; el triunfador, jamás. Es evidente que venera la fortaleza subjetiva y ello se refleja sin sutilezas en sus decisiones y acciones.
Aunque los regímenes fascistas imponían sus metas por la vía militar, Trump utiliza el poder económico de Estados Unidos para imponer o exigir sus objetivos mediante amenazas o sanciones. También aquí puede identificarse una analogía con el comportamiento fascista.
Otro rasgo del fascismo es la figura del líder con una misión mesiánica, alguien con atributos indiscutibles, designado por la providencia para dirigir al país, casi siempre sostenido por un culto a la personalidad. Trump parece convencido de que él es el mesías de Estados Unidos, de que Dios le ha confiado el destino de la nación —incluso ha dicho que fue salvado milagrosamente de un atentado, como lo hizo Hitler tras el intento de asesinato en la “guarida del lobo” en julio de 1944—. Ha declarado que es el mejor presidente que ha tenido su país, que ha logrado en corto tiempo lo que otros no pudieron, y que llevará a Estados Unidos a reivindicar su supremacía mundial.
Esta afinidad con el comportamiento fascista puede explicar por qué grupos de extrema derecha, racistas y violentos en Estados Unidos simpatizan con las acciones de Trump. Lo preocupante es que esa capacidad, casi hipnótica, de influir en las masas que caracteriza al fascismo pueda permear en la conciencia colectiva estadounidense.
Estos elementos de coincidencia podrían estar indicando la emergencia de una nueva modalidad de fascismo, al estilo Trump. Como dijo el historiador español Mario Escobar, el fascismo solo necesita un líder carismático capaz de aglutinar y movilizar a las masas para que se repitan los horrores que marcaron una época y desembocaron en la guerra más devastadora de todos los tiempos.
Estados Unidos ha sido un gran país, ejemplo en muchos aspectos, baluarte de la libertad y cuna de la democracia constitucional moderna. Pero, muchas veces, la grandeza mal entendida se convierte en un peso que arrastra a los imperios más poderosos hacia su propia perdición.
El autor es abogado, exprofesor de Ciencia Política y Teoría del Estado.


