Raymond Aron, filósofo francés del siglo pasado, reaparece como una voz necesaria en un momento en que las democracias liberales enfrentan una crisis de legitimidad institucional y de autocomprensión moral. Su pensamiento, centrado en la tensión entre el ideal y la realidad, ilumina un presente en el que la virtud de la legalidad y la paciencia institucional han sido reemplazadas por el impulso redentor de la confrontación.
Aron advirtió que la tragedia moderna consistía en las ideologías que concebían el progreso como una secuencia de batallas finales: el fascismo, con la violencia como mecanismo de regeneración moral, y el materialismo histórico marxista, que predicaba cómo la lucha de clases impulsa la historia.
El liberalismo que Aron defendió no fue un proyecto triunfalista, sino un régimen de contención. La disuasión nuclear convirtió la guerra en una imposibilidad racional y obligó a Occidente a sustituir la conquista por la resistencia. El comunismo, atrapado en su necesidad de cumplimiento histórico, no podía esperar; el liberalismo, sí.
Esa espera —entendida como virtud política— fue su estrategia y, finalmente, su victoria. Hoy, sin embargo, las democracias liberales han perdido la pedagogía del tiempo: la paciencia se ha degradado en una impaciencia estructural. La euforia del mercado ha derivado en una desigualdad persistente; las redes sociales han disuelto la deliberación en moralismos inmediatos; y los populismos prometen redención mediante la catarsis del conflicto.
Los extremos contemporáneos, tanto de derecha como de izquierda, comparten convicciones perversas: una impaciencia frente a la pluralidad, una hostilidad hacia la legalidad y una nostalgia de la pureza política.
La extrema derecha invoca la civilización y el orden; la izquierda radical, la justicia y la emancipación. Ambas se articulan como escatologías diferidas: narrativas que justifican la supresión de derechos y deberes en nombre de una salvación continuamente aplazada y, con ello, refuerzan la fascinación por el conflicto como fin en sí mismo.
El liberalismo centrista, mientras tanto, ha confundido la defensa del procedimiento con una ética suficiente. Durante décadas, identificó la libertad con la desregulación y la globalización con un destino histórico. El resultado ha sido una fractura simultánea del cuerpo social y del horizonte moral.
Aron advirtió que la ideología sin límite produce tiranía; del mismo modo, el mercado sin límite disuelve la solidaridad. La “mano invisible” no sustituye a las instituciones visibles que encarnan justicia, equidad y un sentido común de pertenencia. La supervivencia del pluralismo exige, pues, un Estado fuerte pero autolimitado: capaz de intervenir sin absorber, de coordinar sin dominar.
En este punto, la experiencia de la posguerra europea ofrece una dialéctica instructiva. Francia formuló la planification, expresión de una racionalidad directiva y finalista; Alemania desarrolló la Ordnungspolitik, fundada en una ética de reglas y cooperación funcional entre trabajo, capital y Estado. Ambas racionalidades, por separado, son insuficientes: la francesa deriva en burocracia calcificada; la alemana, en complacencia moral. Su síntesis, sin embargo, sugiere lo que Aron había llamado una razón coordinadora: una política consciente de su contingencia y de su necesidad simultánea de previsión.
Un Estado estratégico debería orientar las inversiones en educación, tecnología e infraestructura bajo criterios de largo plazo, preservando a la vez la autonomía creativa del mercado mediante cuerpos intermedios y contrapesos institucionales. No se trata de reanimar la economía dirigida, sino de superar la falsa alternativa entre el control autoritario y la indiferencia neoliberal.
Este modelo reafirma la primacía del bien común sin sacrificar la pluralidad. La democracia no debe concebirse como un mercado de emociones, sino como una ética del autocontrol colectivo. La planificación aporta horizonte; la coordinación, equilibrio. En su convergencia se insinúa un liberalismo renovado: resiliente, autoconsciente y moderado.
Si el espectro de Aron hablase, recordaría que la libertad no se sostiene en la fe teleológica del “fin de la historia”, sino en la defensa cotidiana de las mediaciones institucionales. Su realismo no es cinismo, sino una pedagogía de la civilidad: el reconocimiento de que la política es trágica antes que redentora. Reconciliar la libertad con el orden, y la igualdad con la competencia, constituye la tarea filosófica y moral de nuestro tiempo. Solo entonces podrán extinguirse los fantasmas ideológicos y recobrarse el silencio virtuoso del pluralismo.
El autor es abogado.
