Responsabilidad ambiental en la cuenca del río La Villa y el Estibaná

En Panamá, la gestión ambiental ha transitado por un camino marcado por la tensión entre la buena voluntad técnica y la necesidad de un cumplimiento riguroso. Durante años, las Guías de Buenas Prácticas Ambientales se usaron como instrumentos de orientación: manuales sencillos destinados a reducir impactos en actividades menores, desde pequeños comercios hasta prácticas agrícolas de subsistencia. Cumplieron un rol útil, pero nunca tuvieron la fuerza jurídica ni técnica de un Estudio de Impacto Ambiental (EIA), que es el verdadero instrumento de control y prevención.

El Decreto Ejecutivo 123 de 2009 representó un punto de inflexión al establecer una lista taxativa de actividades que, por su impacto significativo, debían presentar obligatoriamente un EsIA. Allí se incluyeron granjas porcinas, urbanizaciones residenciales, agroindustrias y otros proyectos con capacidad de alterar ecosistemas y afectar la salud pública. Posteriormente, el Decreto Ejecutivo 1 de 2018 —modificado por el Decreto 2 de 2024— actualizó este marco, reforzando la transparencia y la participación ciudadana.

A pesar de estos avances, persiste una peligrosa confusión: se pretende que proyectos de alto impacto puedan regularse únicamente mediante guías. Esta interpretación es incorrecta. Las guías son instrumentos complementarios, diseñados para actividades de bajo impacto, y no sustituyen un EIA en proyectos que generan descargas residuales, lixiviados, emisiones o residuos sólidos.

La normativa es clara: ciertas actividades no pueden operar sin un EIA. Entre ellas están las porquerizas industriales, que generan lixiviados de alta carga orgánica; los proyectos residenciales, que implican movimientos de tierra y descargas de aguas servidas; y las agroindustrias, que producen desechos químicos y emisiones. Todas son actividades reconocidas como de alto potencial contaminante.

En contraste, existen proyectos menores —como pequeños comercios, talleres artesanales o turismo de bajo impacto— que sí pueden regirse por guías. En estos casos, las guías orientan, pero no reemplazan un estudio formal.

La cuenca del río La Villa ejemplifica esta tensión. Allí confluyen porquerizas industriales, residenciales sin tratamiento adecuado de aguas servidas y agroindustrias que vierten químicos y desechos líquidos. Aunque se han abierto procesos administrativos y se han impuesto multas, las soluciones han sido insuficientes. La percepción ciudadana es clara: se sanciona en papel, pero no se corrige en la práctica.

Estas actividades no pueden esconderse detrás de manuales de “buenas intenciones”. Si operan sin EIA, la respuesta institucional no debe ser indulgente ni permitir estudios tardíos: corresponde exigir Auditorías Ambientales que determinen daños, responsabilidades y medidas correctivas.

Aceptar guías en lugar de estudios sería un retroceso y una renuncia a la defensa del agua que abastece a miles de personas y sostiene la producción agrícola de toda la región. La ley es clara: las guías orientan; los estudios previenen y fiscalizan. Confundirlos abre la puerta a la impunidad ambiental.

La autoridad ambiental debe ser firme: cero tolerancia a proyectos contaminantes sin EIA. La cuenca del río La Villa y el Estibaná no necesitan buenas intenciones, sino transparencia, mano dura y responsabilidad. En el Estibaná, donde las comunidades han denunciado impactos reiterados, no bastan multas simbólicas: se requieren auditorías exhaustivas y sanciones ejemplares.

El marco legal panameño ofrece las herramientas. Lo que falta es voluntad política y capacidad institucional para aplicarlas. La defensa del agua exige más que manuales: exige estudios, auditorías y acción firme.

El autor es consultor y evaluador ambiental.


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