Si Bolo Flores cree que a estas alturas nos creemos que los funcionarios ubicados en las cumbres del poder se mueven por amor al prójimo, debe ser un completo iluso.
Flores reconoció que él es dueño de uno de los ingenios de la industria azucarera panameña, específicamente, de Central Azucarera Alanje, de donde proviene el azúcar Doradita, esa que el Gobierno está poniendo en las bolsas navideñas que vende el IMA en $15.
Y esto viene a cuento porque, siendo él productor de azúcar, transformarse en vendedor de alcoholes es un giro esperado cuando sea obligatorio para todos los conductores del país comprar combustible con etanol.
Esta película ya la vimos hace años con la Central Azucarero La Victoria, perteneciente a la familia del delincuente internacional Ricardo Martinelli.
En 2014, a pocos días de finalizar su período presidencial, Central Azucarero La Victoria tramitó una licencia de operación para producir etanol. La inversión sería de $28 millones, pero el retorno de la inversión sería más que genial, casi gratis.
Y es que, con la excusa de salvar el ambiente, los Martinelli tenían armado un negociazo a través de la Ley 42 de 2011, que obligaba a todo Dios a comprar bio combustible y, de paso, el ingenio azucarero de la familia y el de su amigo ganarían unos buenos millones cada año produciendo y/o importando etanol, cuya comercialización –subrayo– estaba garantizada por ley.
A solo semanas de terminar el desastre que fue su gobierno –el 25 de abril de 2014, para ser específico–, la familia decidió escindir de Central Azucarero La Victoria la empresa Alcoholes La Victoria, S.A. y, al mismo tiempo, le traspasaba casi 70 fincas como parte de su patrimonio, a fin –supongo– de obtener los beneficios que el gobernante incluyó en esa Ley para dizque salvar el medio ambiente de Panamá.
Salvar el ambiente debía ser recompensada. Así que el Gobierno de Martinelli tomó medidas para fomentar una actividad para la que ya se estaban preparando: Créditos preferenciales en la compra de fincas, con plazo de hasta de 25 años, mejoras, titulación de tierras, compra de maquinaria y equipo, sistema de riego e infraestructuras, líneas de crédito con intereses preferenciales para el establecimiento de dichos cultivos.
La Ley también dispuso que las empresas que promovieran la producción, comercialización y el uso de biocombustibles con base en la producción nacional –sin perjuicio de los otros beneficios que otorga la misma Ley– “gozarán de un incentivo equivalente al 20% del valor de la materia prima adquirida localmente en el territorio nacional por un periodo de cinco años…”.
Y no fue todo. Las empresas ligadas al negocio estarían exentas de pagar el impuesto de importación, de aranceles, tasas, contribuciones y gravámenes para las maquinarias, equipos de manufactura y planta, de producción, insumos, líneas eléctricas, subestaciones y sistemas de distribución y/o transmisión eléctrica; también del impuesto de transferencia de bienes corporales muebles y la prestación de servicios para todas las maquinarias, equipos de manufactura y planta, equipos de producción, insumos, líneas eléctricas, subestaciones y sistemas de distribución y/o transmisión eléctrica y demás implementos; así como del impuesto sobre la renta. Todo esto por un período de diez años.
Tampoco tendrían que pagar el impuesto sobre la renta aplicable a los ingresos generados por la venta de Certificados de Reducción de Emisiones (Bonos de Carbono); el pago a la Asep de licencia industrial, comercial, aviso de operación, la tasa de control, vigilancia y fiscalización; impuestos y/o tasas municipales por diez años, impuestos de prestación de servicios para la construcción, operación y mantenimiento de las plantas de producción. Y la lista continúa.
Es una ley hecha a la medida que ahora quieren revivir. Me voy a permitir usar la palabra que utilizó el presidente Mulino en su rueda de prensa del pasado jueves: Bien “pendejos” seríamos si nos creemos el cuento de que mantener sano el ambiente es lo que impulsa a esta bola de funcionarios y exfuncionarios a hacer obligatorio el uso de etanol. Y ni siquiera sabemos si ese combustible costará menos.
Así es cómo las buenas intenciones –en este caso, salvar el ambiente– se usan como excusa para conducirnos directo al infierno.

