Los ojos del mundo están puestos en Venezuela. A la escalada militar que desde septiembre lleva a cabo Estados Unidos se suma el endurecimiento de las sanciones económicas contra el entorno de Nicolás Maduro. La incautación del tanquero Skipper y la inclusión en la lista Clinton de figuras claves del régimen han reforzado el cerco.
Una intervención en tierra es poco probable por su alto costo político. En cambio, un ataque limitado —o la sola amenaza del mismo— buscaría forzar mejores condiciones de negociación. Es el estilo de Trump: amenazar, escalar y luego negociar. Por fuera de esta lógica, sería difícil explicar una llamada directa entre Trump y Maduro en medio de un escenario que ya deja decenas de muertos.
Según medios internacionales, el régimen habría exigido inmunidad para Maduro y su círculo cercano como condición para una salida negociada. Hay que tener presente que el poder real en Venezuela reside en figuras como Diosdado Cabello y el ministro de Defensa, Vladimir Padrino López. ¿Cuántos quedarían protegidos y qué país los recibiría? El precio y detalles de una eventual negociación siguen siendo una incógnita. Lo único claro, como ha señalado el excanciller Jorge E. Ritter, es que esto ha escalado demasiado “para quedar en un empate”.
La coartada es la gran debilidad de la estrategia de Washington. Trump enmarca la presión contra Maduro en la guerra contra las drogas —en particular contra el fentanilo, la sustancia que hoy mata a miles de estadounidenses— pese a que cerca del 70% de ese tráfico proviene de México y a que acaba de indultar al expresidente hondureño Juan Orlando Hernández, condenado por narcotráfico. Contra Maduro hay algo mucho más sólido e inobjetable: un régimen ilegítimo que reprime a su población y ha empujado a más de ocho millones de venezolanos al exilio.
Como representante de la oposición venezolana, María Corina Machado tiene una legitimidad y una valentía incuestionables, pero su alineamiento estratégico con Donald Trump no ha estado exento de costos. Dedicarle su Premio Nobel, ignorando que el mandatario estadounidense está deportando a cientos de miles de venezolanos, ha erosionado apoyos importantes.
Para definir el papel de Panamá, bastan tres escenas que retratan improvisación, opacidad y frivolidad. Actitudes que han mostrado al país como un actor errático y poco serio en un momento de alta sensibilidad.
Primera escena: El vicecanciller Carlos Arturo Hoyos dijo a medios internacionales que Panamá podría recibir miembros de la dictadura de Maduro. Luego reculó, pese a que citas textuales de esos mismos medios lo desmienten. Un traspié que exhibe incongruencia e improvisación.
Segunda: Las preguntas en torno a las nuevas incluiones de OFAC y sus vínculos con contratistas favoritos del Estado panameño, exigen del gobierno explicaciones completas, verificables y públicas. La evasiva del ministro Orillac, al negar vínculos con el gobierno “hasta donde él conoce”, resulta inaceptable en un tema tan delicado.
Para cerrar tenemos la inolvidable “primicia” que diera José Raúl Mulino a su llegada a Oslo: “El vestido de María Corina Machado lo tengo yo en mi cuarto, lo traje yo en mi avión”. Hay tantas aristas erradas en esa declaración, más propia de un monarca que de un presidente, que me quedo con una pregunta: ¿Cuánto nos costó a todos los contribuyentes la travesía textil de una nutrida delegación panameña por cinco días en Noruega?
En este escenario complejo de desenlace impredecible, Panamá no aparece como un actor con peso político, sino como el mensajero de un vestido: frívolo, ambiguo y cómodo bailando entre los bandos. Parece que nuestro presidente retrata de cuerpo entero la nueva versión de El Sastre de Panamá.

