Durante muchos años pensé que la maternidad no era para mí. Desde adolescente repetía que no quería ser madre, no porque me faltara amor, sino porque, desde mi historia familiar, asociaba la maternidad con escasez, sacrificio y pérdida de oportunidades. Crecí creyendo que tener un hijo era renunciar a mis sueños, y así avancé en la vida adulta: enfocada, disciplinada, entregada al trabajo.
Pero a los 33 años ocurrió algo que no esperaba: una semilla de deseo empezó a crecer dentro de mí. No fue un impulso repentino, sino una sensación suave, persistente, como si mi corazón comenzara a prepararse para amar de una manera distinta. Por primera vez me imaginé compartiendo mi vida, mis valores y mi ternura con otro ser. En ese momento supe que mi mayor sueño era ser mamá.
Una amiga me recomendó una clínica de fertilidad y pedí toda la información. Tenía la intención, pero no el valor. Pasaron cinco años. Y en esos cinco años hice lo que muchas mujeres profesionales hacemos: posponer lo que es importante para darle espacio a lo urgente. Me refugié en el trabajo, en los proyectos, en las metas que “debían” cumplirse antes de permitirme escuchar mi propio instinto.
Luego llegó la pandemia, y con ella un recordatorio brutal de fragilidad. Todo lo construido podía perderse de un día para otro: lo económico, lo profesional, lo material. Y en medio de esa incertidumbre, algo se volvió claro para mí: no quería seguir esperando. Quería ser madre.
A los 37 años volví a llamar a la clínica. “¿Por qué la urgencia?”, me preguntaron. Y respondí, con honestidad: “porque llevo cinco años postergándolo”. Había postergado este sueño esperando el escenario ideal: solvencia, estabilidad laboral, una pareja con quien formar una familia. Pero la verdad es que el tiempo no espera, y dentro de mí había una fuerza más grande que cualquier plan.
Hoy, cuatro años después, gracias a Dios y a la inseminación artificial, veo a mi hija crecer cada día. También he comprendido algo fundamental: si sientes ese instinto maternal palpitando en tu pecho, ya tienes lo esencial. No necesitas el escenario perfecto ni la aprobación de nadie. La maternidad es tu experiencia, tu privilegio, tu historia. Eres tú quien llevará esa vida dentro, quien le dará amor de una forma que nadie más podrá replicar, quien construirá un vínculo único e insustituible.
He conocido mujeres que desean ser madres, pero siguen esperando una pareja o temen el juicio de su entorno. A ellas les digo: la vida es demasiado corta para vivir según las expectativas ajenas. La maternidad no es perfecta ni sencilla, pero tampoco es un sacrificio eterno. Es un camino lleno de retos, sí, pero también de sorpresas, de descubrimientos y de una alegría que transforma.
Los hijos no llegan para completarnos, sino para acompañarnos en una nueva forma de vida. Y, a veces, el primer paso es simplemente escuchar lo que el alma lleva años susurrando. Si hoy deseas ser madre, pero dudas, te invito a informarte, a considerar preservar los óvulos, a abrir la puerta a tus propios tiempos. Ser madre sí es posible, y si no quieres ser madre, te invito a donar óvulos para que le regales la oportunidad a otras mujeres que desean formar una familia.
La autora es periodista y coautora de Poder Ser Mujer.
