Desde hace años, el Canal de Panamá ha sido una de las pocas instituciones del Estado que puede presumir —con fundamento— de mantener estándares de eficiencia, autonomía y rendición de cuentas. Sin embargo, en un acto que suena más a espectáculo que a solución, un grupo de diputados ha decidido “prohijar” un proyecto de ley para… ¡transparentar los aportes del Canal!
Sí, leyó bien. No hablamos de transparentar los fondos públicos en general, ni los fideicomisos sin cabeza, ni las partidas circuitales, ni los gastos reservados del Ejecutivo, ni siquiera las nóminas fantasmas o los subsidios clientelistas. No. El problema, al parecer, es el Canal. La institución más auditada y eficiente del país. Esa es la prioridad.
El proyecto, presentado por la diputada Betseria Richards, propone crear un sitio web donde cualquier ciudadano pueda seguirle la pista al dinero que el Canal transfiere al Tesoro Nacional. La plataforma, dirigida por el Ministerio de Economía y Finanzas, detallaría el destino, el monto y el propósito de los fondos, junto con indicadores sociales y económicos de los proyectos beneficiados.
Hasta ahí, todo suena muy moderno y transparente. Pero conviene detenernos un segundo: ¿de verdad ese es el problema? ¿O más bien estamos poniendo una curita en la herida sin atender por qué el paciente está sangrando?
El Canal cumple con su deber. Transfiere religiosamente cada año su contribución al Estado, y además lo hace bajo la vigilancia de su Junta Directiva, la Contraloría General y organismos internacionales que monitorean su desempeño financiero. ¿Dónde empieza la opacidad? En lo que ocurre después de que esos fondos llegan al Estado. Y ahí, curiosamente, nadie parece querer instalar un GPS.
Porque si vamos a hablar de transparencia, empecemos por preguntar: ¿dónde están los informes detallados de los $1,824 millones transferidos por el Canal al Tesoro Nacional solo en 2024? ¿Cuánto se fue en planillas paralelas? ¿Cuánto en contratos directos sospechosos? ¿Cuánto en viáticos eternos para giras sin propósito? ¿Y cuánto en seguros, alquileres o asesores innecesarios?
No es una sospecha gratuita. La propia Contraloría General ha señalado inconsistencias en el uso de los fondos estatales, y la Ley 6 de 2002 (Ley de Transparencia) establece con claridad que “toda información que repose en manos del Estado es de acceso público”. Sin embargo, acceder a datos completos sobre el gasto público sigue siendo una odisea. ¿Dónde está el portal web que detalle los fondos ejecutados por cada diputado? ¿O por cada ministerio?
Más aún: ¿pueden los diputados exigir transparencia cuando no han rendido cuentas de sus propias planillas ni explicado nombramientos cuestionables? ¿Cómo se puede fiscalizar lo que hace el Canal —que ya publica sus auditorías y estados financieros— sin antes limpiar la casa legislativa?
La iniciativa suena más a maniobra cosmética que a una intención genuina de mejorar la rendición de cuentas. Y aunque incluir indicadores de impacto y cronogramas de ejecución es loable, no podemos ignorar el elefante en la sala: lo que falta no es información sobre lo que da el Canal, sino sobre lo que hace el Estado con lo que recibe.
La transparencia no debería usarse como maquillaje legislativo. Debería empezar por uno mismo.
El autor es máster en administración industrial.
