En los últimos años, el diputado Jairo “Bolota” Salazar ha protagonizado múltiples episodios que reflejan un patrón alarmante: el uso de la violencia como herramienta política. Desde amenazas a agentes policiales hasta agresiones dentro de la Asamblea Nacional, su historial evidencia una peligrosa normalización de la fuerza cuando faltan los argumentos.
Uno de los incidentes más graves ocurrió en noviembre de 2019, cuando Salazar amenazó directamente a un policía con las palabras: “Quítate el uniforme y yo me quito la investidura para que veas cómo te parto”. En mayo de 2020, se le formularon dos denuncias adicionales: una por insultar a agentes del orden y otra por negarse a mostrar su licencia de conducir durante un operativo. A esto se suma una denuncia por violencia de género presentada por la diputada Kayra Harding, quien fue impactada por una botella de agua lanzada durante una reunión de bancada.
Estos hechos no son ni aislados ni triviales. La violencia, cuando no es sancionada, se convierte en un lenguaje válido. Y cuando proviene de figuras públicas, el mensaje es aún más nocivo: cualquiera puede tomar la justicia en sus manos, agredir y luego disculparse, como si el perdón anulara el daño.
Tan preocupante como las agresiones es la impunidad que las rodea. Varias de las denuncias han sido archivadas o desestimadas por la Corte Suprema de Justicia, alimentando la percepción de que no existen consecuencias reales para quienes ostentan poder. En un país donde se permite la intimidación política sin respuesta institucional, se abre la puerta para que más actores consideren legítimo el uso de la fuerza como estrategia.
La Asamblea Nacional cuenta con un reglamento interno que establece claramente que los diputados deben conducirse con respeto, decoro y responsabilidad, tanto dentro como fuera del hemiciclo. Además, el Código de Ética Parlamentaria exige a los legisladores actuar con integridad y apego a la ley, preservando la dignidad del cargo que ostentan. Estos principios no son meras formalidades; son compromisos públicos que garantizan que el poder político no se convierta en un instrumento de abuso. Cuando se incumplen —y, peor aún, cuando no se sancionan—, se socavan las bases de la legitimidad institucional.
Panamá enfrenta una disyuntiva crítica. O seguimos permitiendo que la violencia se normalice como método de presión y manipulación, o exigimos que las instituciones actúen con firmeza, sin privilegios ni excepciones. Las denuncias deben ser investigadas con absoluta independencia, sin que el fuero o la investidura sirvan de escudo. Las víctimas, especialmente en casos de violencia de género, deben recibir protección efectiva y medidas cautelares reales. Los diputados involucrados en actos de agresión deben ser suspendidos mientras se resuelven sus casos ante la justicia. Y el Estado tiene el deber ineludible de fomentar una cultura de tolerancia cero frente a cualquier forma de violencia política.
Lo contrario sería seguir enviando a la población un mensaje peligroso: que la fuerza vale más que la razón. Y cuando ese mensaje se proyecta desde las tribunas del poder, se erosiona la confianza ciudadana, se debilita el Estado de derecho y se deshilacha el tejido democrático.
Panamá merece una política basada en el diálogo, el respeto y el imperio de la ley. No se trata de una aspiración idealista, sino de una necesidad urgente. Exigimos que la justicia actúe con claridad y que quienes agreden enfrenten consecuencias reales. Porque si no, todos perdemos.
El autor es máster en administración industrial y está certificado en IA generativa.
