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Viviendo en el país de Lalalandia

Vivir en Panamá es una experiencia digna de una película de George Lucas: una mezcla de ciencia ficción, terrorismo, aventuras, sexo, corrupción, drogas, intervencionismo foráneo, incoherencia política y acefalía gubernamental. Pero esta no sería una historia ambientada en una galaxia lejana, sino un documental basado en hechos reales, situado en el planeta Tierra. El lugar: Panamá.

Quienes hemos recorrido décadas en este país, hemos sido testigos de su metamorfosis en los últimos 50 años. Pasamos de una vida republicana a dictaduras; luego vino una invasión extranjera para poner fin a esa dictadura; experimentamos una democracia incipiente, sin raíces ni consolidación. Un solo estadista se ha vislumbrado como figura presidencial, rodeado por una larga fila de mandatarios más preocupados por su codicia que por construir un bienestar nacional con visión de futuro. Recuperamos el canal, pero hoy tenemos “visitantes de larga estancia” ocupando espacios que antes fueron bases militares. Hemos vivido —y seguimos viviendo— en tiempos “interesantes”.

La calidad de vida ha sufrido un deterioro constante. La educación pública es un fracaso, lo que compromete la esperanza de formar buenos ciudadanos. Esto genera una profunda brecha social entre quienes acceden a una educación sólida en centros privados y los cientos de miles que egresan del sistema público con una formación deficiente y un futuro comprometido. El resultado: desempleo, desigualdad, delincuencia, manipulación política, narcotráfico, corrupción y caos, todo esto alimentado por la falta de criterio propio.

Aquel ambiente de relativa tranquilidad que nos caracterizó durante años —donde los principales problemas eran los tranques, la ineficiencia del transporte público y el alto costo de la vida— se desvaneció. La pandemia alteró profundamente esa normalidad, y el país entró en una etapa de convulsión en la que el libre tránsito es vulnerado, el respeto por el derecho ajeno desapareció, y se multiplican impunemente los daños materiales a terceros, la violación de libertades fundamentales y el aumento de la inseguridad.

Hace apenas unos meses, el occidente chiricano fue secuestrado por grupos radicales que provocaron daños físicos y psicológicos a los residentes, y pérdidas económicas a los productores. Nadie asumió la responsabilidad. Hoy, la historia se repite, esta vez en la provincia de Bocas del Toro, donde los mismos grupos mantienen a la población bajo sitio, han destruido el tejido productivo, golpeado el turismo local e internacional, y condenado a la provincia a una debacle sin perspectivas de progreso. Estos hechos se han replicado en otras regiones, incluida la ciudad capital, donde los cierres de calles y actos beligerantes se han vuelto frecuentes.

Estas manifestaciones tienen como protagonistas a sindicatos, gremios docentes, grupos indígenas y estudiantes, que actúan con hostilidad y violencia. Algunos de ellos, presuntamente motivados con dinero, licor y comida. Los sindicalistas, en vez de proteger empleos, los destruyen. Los educadores, en vez de enseñar, promueven la ignorancia. Y los indígenas, víctimas de una educación deficiente, son presa fácil de los agitadores. Muchos de los participantes ni siquiera comprenden las causas de las protestas. Actúan como hipnotizados, guiados por líderes que solo buscan el caos.

El Estado enfrenta un dilema: ¿cómo hacer frente a estos grupos radicales que utilizan la protesta como excusa para promover agendas oscuras y perjudiciales para la mayoría?

  • Si no se actúa, como ocurrió en Chiriquí, se sienten impunes y repiten la fórmula, como ahora en Bocas del Toro.

  • Si se levantan los bloqueos, se dice que se violan derechos constitucionales.

  • Si se les reprime, hay que alimentarlos a costa del contribuyente, o copiar el modelo Bukele.

  • Si se les exige resarcir los daños, se declaran perseguidos.

  • Si se les enfrenta con fuerza, se acusa al Estado de represión brutal.

En La guerra de las galaxias, las Fuerzas del Mal buscaban desestabilizar los sistemas planetarios, mientras las Fuerzas del Bien protegían el orden. En Panamá, parece que solo actúan las Fuerzas del Mal, conformadas por educadores, sindicalistas, estudiantes, indígenas, políticos oportunistas y agitadores ideológicos. Las Fuerzas del Bien brillan por su ausencia o su incapacidad para defender la gobernabilidad.

A este paso, ni George Lucas podría encontrarle un final feliz a esta saga.

El autor es ciudadano.


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