Prometía ser un vuelo de rutina. El cielo estaba despejado y no había razón para un contratiempo.
La aeronave HP-1202AC, un bimotor turbohélice Bandeirante modelo EMB 10 fabricado por la empresa brasileña Embraer y propiedad de la compañía Alas (nombre recién renovado de Alas Chiricanas), partió del Aeropuerto Enrique A. Jiménez, en France Field, Colón, a las 5:10 p.m. del 19 de julio de 1994, con destino a la ciudad de Panamá.
A bordo iban 20 personas, 17 pasajeros y tres tripulantes. 12 de los ocupantes eran empresarios de origen hebreo.
Apenas 10 minutos después del despegue, a las 5:20 p.m. un fogonazo, seguido por una fuerte explosión, se vio y se sintió sobre las montañas de Santa Isabel, en la provincia atlántica.
La aeronave desapareció entonces de los radares y se perdió toda comunicación entre esta y la torre de control. En un paraje rural de Colón cayeron los restos retorcidos del avión. No hubo un solo sobreviviente. Era uno de los peores desastres aéreos de la década de 1990. Las investigaciones se encargarían de mostrar que era algo peor. Una bomba compuesta por una combinación de explosivos plásticos (Semtex y EGDN), activada por un radio Motorola P-500 escondido en un maletín de mano, había hecho volar en pedazos la aeronave. Un atacante suicida, que iba en el avión, la habría accionado.
Hoy, 15 años después de este hecho, el más grave acto terrorista cometido en suelo panameño, se sabe apenas poco más que eso. El misterio prevalece, así como la necesidad de justicia.

