En el mundo de la pintura abstracta, Olga Sinclair es una referencia incuestionable en el contexto del arte latinoamericano y mundial, al igual que lo fue su padre el maestro Alfredo Sinclair.
La relación alumna-tutor se consolidó y fortaleció a lo largo del tiempo por la implícita y entrañable relación afectiva padre-hija. Si bien es innegable que Olga Sinclair siguió los pasos de su padre y por ende su obra es un forzoso reflejo de dicha influencia en cuanto a técnica y temática, no obstante, su evolución como artista logró consolidar un estilo propio, maduro y decantado que hoy permite diferenciar y reconocer por separado, la obra de estos dos grandes maestros del arte panameño.

El maestro Alfredo Sinclair nació en la ciudad de Panamá en 1915, y su infancia transcurrió en Colón. Desde muy temprano definió su inclinación por el arte. Realizó estudios en Buenos Aires entre 1947 y 1951 en la Escuela Superior de Bellas Artes Ernesto de la Cárcova. En Argentina fue donde realizó su primera exposición individual. De regreso a Panamá, todavía en la fase de investigación y búsqueda, como todo pintor experimentó con diversas técnicas y estilos -desde lo figurativo a lo abstracto- utilizando materiales de toda índole: óleo, resinas, arena y vidrio molido para obtener texturas. Así logró consolidar en la década del 70 su singular estilo, consagrándose como artista. Hoy día se le reconoce como -uno de los artistas abstractos más importante e influyente del arte contemporáneo en Panamá-. Además, fue docente y fundador – junto a otros artistas de la época- de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Panamá, profesionalizando así la enseñanza artística en nuestro país.

Recuerdo que, hace muchos años, siendo Alfredo Sinclair ya un artista reconocido, estuvo de visita en Chiriquí con motivo de un evento en el Hotel Nacional de la ciudad de David. Se trataba de un reconocimiento a su trayectoria artística. Finalizado el acto, me acerqué a saludarlo muy emocionado. Pude constatar de inmediato, la sensibilidad, sencillez y dulzura de su carácter, pues, para mi sorpresa, se mostró muy entusiasta e interesado en conversar al enterarse que yo también era pintor. Propuso que al día siguiente lo pasara a recoger y desayunamos juntos. Así lo hicimos. Incluso dispuso de tiempo para visitar mi taller de pintura y darme algunos consejos. Luego nos despedimos en el aeropuerto Enrique Maleck, a tiempo para su vuelo de regreso a la ciudad capital. Fue la única y memorable ocasión que tuve, de conocer y compartir con el Maestro Sinclair.

Por su parte, en un conversatorio sobre arte, esta vez en Boquete, su hija, Olga Sinclair, relató con orgullo cómo transcurrió su infancia, haciendo gala de la amabilidad y dulzura, que, sin duda, heredó de su padre. Comentó como desde la temprana edad de 5 años, se atrevió a entrar a hurtadillas por primera vez, en el taller de su padre y empezó a contagiarse con la magia que escondían los trazos sobre el lienzo, al contemplar con los ojos bien abiertos, la transformación de aquellas formas de infinita visión y colorido en un arte maravilloso.
Como discípula espontánea, en aquellos espacios íntimos de incalculable valor para ella, Olga Sinclair aprendió a pintar las primeras formas inocentes que luego se tradujeron en los rasgos de una artista consagrada que, con los años, adquirió personalidad propia, sin olvidar por supuesto, el legado de su padre que aún pervive en su obra, como pilar fundamental.
Aconsejada por su padre, experimenta y rompe con esquemas preconcebidos. Él la anima a encontrar su propio camino superando las dificultades técnicas como artista, y como mujer artista en un mundo predominantemente masculino. Muy pronto toma conciencia que necesita ampliar sus horizontes, conocer otras costumbres, otras técnicas y otros lenguajes expresivos. Sobre todo, se propone educar la mirada conociendo la pintura de Miguel Ángel, Leonardo, así como la de otros grandes maestros del Renacimiento que descubre en el Louvre de París. En 1976 se traslada a Madrid y se embelesa por igual, contemplando las obras de Velásquez en el Museo del Prado. Continúa luego sus estudios en Londres donde conoce la obra de Francis Bacon. Reside por un tiempo en Holanda donde tiene la oportunidad de estudiar a los pintores flamencos Vermeer, Durero y Rembrandt.
Enriquecida por sus múltiples vivencias, Olga Sinclair se convierte así gradualmente, en una artista rigurosa y disciplinada en permanente evolución, reinventándose a sí misma, sin miedos ni temores. Sus obras de gran formato recogen espirales de color y pinceladas fuertes y violentas impregnadas de gran pasión. Sus composiciones entrelazan los temas íntimos con las cuestiones universales.

Olga Sinclair no ofrece una guía para conocer e intimar con su obra. No predica verdades absolutas. En su lugar, nos da plena libertad para formular nuestras propias interpretaciones. Sus cuadros están envueltos en un entorno idílico y poético, pletórico de texturas y pinceladas propias del expresionismo abstracto, en el que la luz y el movimiento son elementos fundamentales y característicos de su lenguaje estético, sumando a ello, el manejo de colores prístinos, limpios y luminosos que se desbordan por el cuadro como siguiendo la ruta aleatoria de una entropía exquisita y expectante.
El autor es escritor y pintor.

